terça-feira, 23 de outubro de 2012

BIOGRAFÍA DEL ARZOBISPO SANTO ANTONIO MARÍA CLARET

BIOGRAFÍA DEL ARZOBISPO ANTONIO MARÍA CLARET


J. M. J.

A D V E R T E N C I A


1. Habiéndome pedido el señor D. José Xifré, Superior de los Misioneros de los Hijos del Corazón de María, diferentes veces de palabra y por escrito una biografía de mi insignificante persona, siempre me he excusado, y aun ahora no me habría resuelto a no habérmelo mandado. Así únicamente por obediencia lo hago, y por obediencia revelaré cosas que más quisiera que se ignorasen; con todo, sea para la mayor gloria de Dios y de María Santísima, mi dulce Madre, y confusión de este miserable pecador.




Dividiré esta biografía en tres partes




2. La primera parte comprenderá lo que principalmente ocurrió desde mi nacimiento hasta que fui a Roma (1807-1839).


La segunda contendrá lo perteneciente al tiempo de las Misiones (1840-1850).La tercera, lo más notorio que ha ocurrido desde la Consagración de arzobispo en adelante. (1850-1862).




P A R T E P R I M E R A




C A P Í T U L O I




Del nacimiento y bautismo




3. Nací en la villa de Sallent, Deanato de Manresa, Obispado de Vich, provincia de Barcelona. Mis padres se llamaban Juan Claret y Josefa Clará, casados, honrados y temerosos de Dios, y muy devotos del Santísimo Sacramento del Altar y de María Santísima.


4. Fui bautizado en la pila bautismal de la parroquia de Santa María de Sallent, el día 25 de diciembre, día mismo de la Natividad del Señor del año 1807, y en los libros parroquiales dice 1808; por empezar y contar el año siguiente por este día, y por esta razón mi partida es la primera del libro del año 1808.


5. Me pusieron por nombre Antonio, Adjutorio, Juan. Mi padrino fue un hermano de mi madre que se llamaba Antonio Clará y quiso que me llamara por su nombre de Antonio. Mi madrina fue una hermana de mi padre que se llamaba María Claret, casada con Adjutorio Canudas, y me puso por nombre el de su marido. El tercer nombre es Juan, que es el nombre de mi padre; y yo después por devoción a María Santísima, añadí el dulcísimo nombre de María, porque María Santísima es mi Madre, mi Madrina, mi Maestra, mi Directora y mi todo después de Jesús. Y así, mi nombre es:Antonio María Adjutorio Juan Claret y Clará.


6. Fuimos once hermanos, que enumeraré por orden, marcando el año en que nacieron:


1º Una hermana que nació en 1800, llamada Rosa, fue casada, ahora es viuda, siempre ha sido muy laboriosa, honrada y piadosa; es la que más me ha querido.


2º Una hermana que nació en 1802, llamada Mariana, murió a los dos años.


3º Un hermano (1804), llamado Juan, éste heredó todos los bienes.


4º Un hermano (1806), llamado Bartolomé, murió a los dos años.


5º Fui yo (1807-1808).


6º Una hermana (1809), que murió a lo poco de nacida.


7º Un hermano (1810), que se llamó José, fue casado, tuvo dos hijas, Hermanas de Caridad o Terciarias.


8º Un hermano (1813), llamado Pedro; murió de cuatro años.


9º Una hermana (1815), llamada María, Hermana Terciaria.


10º Una hermana (1820), llamada Francisca, murió de tres años.


11º Un hermano (1823), llamado Manuel, murió de trece años, después de haber estudiado Humanidades en Vich.




C A P Í T U L O I I




De la primera infancia




7. La Divina Providencia siempre ha velado sobre mí de un modo particular, como se verá en éste y en otros casos que referiré. Mi madre siempre crió por sí misma a sus hijos, pero a mí no fue posible por falta de salud; me dio a una ama de leche en la misma población, en donde permanecía día y noche. El dueño de la casa hizo una excavación demasiado profunda para formar una bodega más espaciosa; pero una noche en que yo no estaba en la casa, resentidos los cimientos por motivo de la excavación se hincaron las paredes y se hundió la casa, quedando muertos y sepultados en las ruinas el ama de leche, que era la dueña de la casa, y cuatro hijos que tenía; y si yo me hubiese hallado en la casa por aquella noche, habría seguido la suerte de los demás. ¡Bendita sea laProvidencia de Dios! Y ¡cuántas gracias debo dar a María Santísima, que desde niño me preservó de la muerte, como después me ha librado de otros apuros! ¡Oh cuán ingrato soy!...


8. Las primeras ideas de que tengo memoria son que cuando tenía unos cinco años, estando en la cama, en lugar de dormir, yo siempre he sido muy poco dormilón, pensaba en la eternidad, pensaba siempre, siempre, siempre; me figuraba unas distancias enormes, a éstas añadía otras y otras, y al ver que no alcanzaba al fin, me estremecía, y pensaba: los que tengan la desgracia de ir a la eternidad de penas, ¿jamás acabarán el penar, siempre tendrán que sufrir? ¡Sí, siempre, siempre tendrán que penar...!


9. Esto me daba mucha lástima, porque yo, naturalmente, soy muy compasivo; y esta idea de la eternidad de penas quedó en mí tan grabada, que, ya sea por lo tierno que empezó en mí, o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto es que es lo que más tengo presente. Esta misma idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva en la conversión de los pecadores, en el púlpito, en el confesionario, por medio de libros, estampas, hojas volantes, conversaciones familiares, etc., etc.


10. La razón es que, como yo, según he dicho, soy de corazón tan tierno y compasivo que no puedo ver una desgracia, una miseria que no la socorra, me quitaré el pan de la boca para dar al pobrecito y aun me abstendré de ponérmelo en la boca para tenerlo y darlo cuando me lo pidan, y me da escrúpulo el gastar para mí recordando que hay necesidades para remediar; pues bien, si estas miserias corporales y momentáneas me afectan tanto, se deja comprender lo que producirá en mi corazón el pensar en las penas eternas del infierno, no para mí, sino para los demás que voluntariamente viven en pecado mortal.


11. Yo me digo muchas veces: Es de fe que hay cielo para los buenos e infierno para los malos; es de fe que las penas del infierno son eternas; es de fe que basta un solo pecado mortal para hacer condenar a una alma, por razón de la malicia infinita que tiene el pecado mortal, por haber ofendido a un Dios infinito. Sentados esos principios certísimos, al ver la facilidad con que se peca, con la misma con que se bebe un vaso de agua, como por risa o por diversión; al ver la multitud que están continuamente en pecado mortal, y que van así caminando a la muerte y al infierno, no puedo tener reposo, tengo que correr y gritar, y me digo:


12. Si yo viera que uno se cae en un pozo, en una hoguera, seguro que correría y gritaría para avisarle y preservarle de caer; ¿por qué no haré otro tanto para preservar de caer en el pozo y en la hoguera del infierno?


13. Ni sé comprender cómo los otros sacerdotes que creen estas mismas verdades que yo creo, y todos debemos creer, no predican ni exhortan para preservar a las gentes de caer en los infiernos.


14. Y aun admiro cómo los seglares, hombres y mujeres que tienen fe, no gritan, y me digo: Si ahora se pegara fuego en una casa y, por ser de noche, los habitantes de la misma casa y los demás de la población están dormidos y no ven el peligro, el primero que lo advirtiese, ¿no gritaría, no correría por las calles gritando: ¡fuego, fuego! en tal casa? Pues ¿por qué no han de gritar fuego del infierno para despertar a tantos que están aletargados en el sueño del pecado, que cuando se despertarán se hallarán ardiendo en las llamas del fuego eterno?


15. Esa idea de la eternidad desgraciada que empezó en mí desde los cinco años con muchísima viveza, y que siempre más la he tenido muy presente, y que, Dios mediante, no se me olvidará jamás, es el resorte y aguijón de mi celo para la salvación de las almas.


16. A este estímulo con el tiempo se añadió otro, que después explicaré, y es el pensar que el pecado no sólo hace condenar a mi prójimo, sino que principalmente es una injuria a Dios, que es mi Padre. ¡Ah! esta idea me parte el corazón de pena y me hace correr como... Y me digo: si un pecado es de una malicia infinita, el impedir un pecado es impedir una injuria infinita a mi Dios, a mi buen Padre.


17. Si un hijo tuviese un padre muy bueno y viese que sin más ni más le maltrataban, ¿no le defendería? Si viese que a este buen padre inocente le llevan al suplicio, ¿no haría todos los esfuerzos posibles para librarle si pudiese? Pues ¿qué debo hacer yo para el honor de mi Padre que es así tan fácilmente ofendido e inocente llevado al Calvario para ser de nuevo crucificado por el pecado como dice San Pablo? El callar, ¿no sería un crimen? El no hacer todos los esfuerzos posibles, ¿no sería...?¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Padre mío! Dadme el que pueda impedir todos los pecados, a lo menos uno, aunque de mí hagan trizas.




C A P Í T U L O I I I




De las primeras inclinaciones




18. Para mayor confusión mía diré las palabras del autor de la Sabiduría (8, 19): Ya de niño era yo de buen ingenio y me cupo por suerte una alma buena. Esto es, recibí de Dios un buen natural o índole, por un puro efecto de su bondad.


19. Me acuerdo que en la guerra de la Independencia, que duró desde el año 1808 al 1814, el miedo que los habitantes de Sallent tenían a los franceses, y con razón, pues que habían incendiado la ciudad de Manresa y el pueblo de Calders, cercanos a Sallent; se huía todo el mundo cuando llegaba la noticia de que el ejército francés se acercaba; las primeras veces de huir, me acuerdo, me llevaban en hombros, pero las últimas, que ya tenía cuatro o cinco años, y andaba a pie y daba la mano a mi abuelo Juan Clará, padre de mi madre; y como era de noche y a él ya le escaseaba la vista, le advertía de los tropiezos con tanta paciencia y cariño, que el pobre viejo estaba muy consolado al ver que yo no le dejaba, ni me huía con los demás hermanos y primos, que nos dejaron a los dos solos, y siempre más le profesé mucho amor hasta que murió, y no sólo a él, sino también a todos los viejos y estropeados.


20. No podía sufrir que nadie hiciera burla de alguno de ellos, como tan propensos son a eso los muchachos, no obstante el castigo tan ejemplar que Dios hizo con aquellos chicos que se burlaban de Eliseo.


Además me acuerdo que en el templo, siempre que llegaba un viejo, si yo estaba sentado en algún banco, me levantaba y con mucho gusto le cedía el lugar; por la calle los saludaba siempre, y cuando yo podía tener la dicha de conversar con alguno era para mí la mayor satisfacción. Quiera Dios que yo me haya sabido aprovechar de los consejos que los ancianos me daban...


21. ¡Oh Dios mío, qué bueno sois! ¡Qué rico en misericordia habéis sido para conmigo! ¡Oh, si a otro hubierais hecho las gracias que a mí, cómo habría correspondido mejor que yo! Piedad, Señor, que ahora empezaré a ser bueno, ayudado por vuestra divina gracia.




C A P Í T U L O I V




De la primera educación




22. Apenas tenía seis años que ya mis amados padres me mandaron a la escuela. Mi maestro de primeras letras fue D. Antonio Pascual, hombre muy activo y religioso; nunca me castigó, ni reprendió, pero yo procuré no darle motivo: era siempre puntual, asistía siempre a las clases, trayendo siempre bien estudiadas las lecciones.


23. El Catecismo lo aprendí con tanta perfección que lo recitaba siempre que quería de un principio al último sin ningún error. Otros tres niños también lo aprendieron como yo lo había aprendido, y el señor maestro nos presentó al señor cura párroco, que lo era entonces el Dr. D. José Amigó, y este señor nos hizo decorar todo el Catecismo entre los cuatro en dos domingos seguidos, y lo hicimos sin ningún error a la presencia del pueblo en la iglesia por la tarde, y en premio nos dio una hermosa estampa a cada uno, que siempre guardamos.


24. Cuando supe el Catecismo me hizo leer el Pintón, Compendio de Historia Sagrada, y entre lo que leía y lo que él nos explicaba, me quedaba tan impreso en la memoria, que después yo lo contaba y refería con mucha gracia sin confundirme ni perturbarme.


25. Además del maestro de primeras letras, que era muy bueno, como he dicho, que por cierto no es pequeño beneficio del cielo, tuve también muy buenos padres, que de consuno con el maestro trabajaban en formar mi entendimiento con la enseñanza de la verdad, y cultivaban mi corazón con la práctica de la Religión y de todas las virtudes. Mi padre todos los días, después de haber comido, que comíamos a las doce y cuarto, me hacía leer en un libro espiritual, y por las noches nos quedábamos un rato de sobremesa y siempre nos contaba alguna cosa de edificación e instrucción al mismo tiempo, hasta que era la hora de ir a descansar.


26. Todo lo que me referían y explicaban mis padres y mi maestro lo entendía perfectamente, no obstante de ser muy niño; lo que no entendía era el diálogo del Catecismo, que lo recitaba muy bien, como he dicho, pero como el papagayo. Sin embargo, conozco ahora lo bueno que es saberlo bien de memoria, pues que después con el tiempo sin saber cómo ni de qué manera, sin hablar de aquellas materias, me venía a la imaginación y caía en la cuenta de aquellas grandes verdades que yo decía y recitaba sin entenderlas, y me decía: ¡Hola! ¡Esto quiere decir esto y esto! Vaya qué tonto eras que no lo entendías. A la manera que los botones de las rosas que con el tiempo se abren, y si no hay botones, no puede haber rosas; así son las verdades de la Religión: si no hay instrucción de Catecismo, hay una ignorancia completa en materias de Religión, aun en aquellos hombres que pasan por sabios. ¡Oh, cuánto me han servido a mí la instrucción del Catecismo y los consejos y avisos de mis padres y maestros...!


27. Cuando después me hallaba solo en la ciudad de Barcelona, como en su lugar diré, al ver y oír cosas malas, me recordaba y me decía: Eso es malo, debes huirlo; más bien debes dar crédito aDios, a tus padres y a tu maestro, que a esos infelices que no saben lo que se hacen ni lo que dicen.


28. Mis padres y maestro no sólo me instruyeron en las verdades que había de creer, sino también en las virtudes que había de practicar. Respecto a mis prójimos, me decían que nunca jamás había de coger ni desear lo ajeno, y si alguna vez hallaba algo lo había de volver a su dueño. Cabalmente un día al salir de la escuela, al pasar por la calle que iba a mi casa, vi un cuarto en el suelo, lo cogí y pensé de quién podría ser para devolvérselo, y no viendo nadie en la calle, pensé si habría caído de algún balcón de la casa de enfrente y subí a la casa, pedí por el dueño de la casa y se lo entregué.


29. En la obediencia y resignación me impusieron de tal manera que siempre estaba contento con lo que ellos hacían, disponían y me daban tanto de vestido como de comida. No me acuerdo haber dicho jamás: No quiero esto, quiero aquello. Estaba tan acostumbrado a esto, que después, cuando ya sacerdote, mi madre, que siempre me quiso mucho, me decía: Antonio, ¿te gusta esto?, y yo le decía: Lo que usted me da siempre me gusta. Pero siempre hay cosas que gustan más unas que otras. -Las que usted me da me gustan más que todas. De modo que murió sin saber lo que materialmente me gustaba más.




C A P Í T U L O V




De la ocupación en el trabajo de la fábrica




30. Siendo muy niño, cuando estaba en el Silabario, fui preguntado por un gran señor que vino a visitar la escuela, qué quería ser. Yo le contesté que quería ser sacerdote. Al efecto, concluidas con perfección las primeras letras, me pusieron en la clase de latinidad, cuyo profesor era un sacerdote muy bueno y muy sabio llamado Dr. D. Juan Riera. Con él aprendí o decoré nombres, verbos, géneros y poco más, y como se cerró esta clase, no pude estudiar más y me quedé así.


31. Como mi padre era fabricante de hilados y tejido, me puso en la fábrica a trabajar. Yo obedecí sin decir una palabra, ni poner mala cara, ni manifestar disgusto. Me puse a trabajar y trabajaba cuanto podía, sin tener jamás un día de pereza, ni mala gana; y lo hacía todo tan bien como sabía para no disgustar en nada a mis queridos padres, a quienes amaba mucho y ellos también a mí.


32. La pena mayor que tenía era cuando oía que mis padres habían de reprender a algún trabajador porque no había hecho bien su labor. Estoy seguro que sufría yo muchísimo más que el que era reprendido, porque tengo un corazón tan sensible que al ver una pena tengo yo mayor dolor que elmismo que la sufre.


33. Mi padre me ocupó en todas las clases de labores que hay en una fábrica completa de hiladosy tejidos, y por una larga temporada me puso juntamente con otro joven a dar la última mano a las labores que hacían los demás. Cuando teníamos que corregir a alguno, a mí me daba mucha pena y, sin embargo, lo hacía, pero antes observaba si había en aquella labor alguna cosa que estuviese bien, y por allí empezaba haciendo el elogio de aquello, diciendo que aquello estaba muy bien sólo que tenía este y este defecto, que, corregidos aquellos defectillos, sería una labor perfecta.


34. Yo lo hacía así sin saber por qué, pero con el tiempo he sabido que era por una especial gracia y bendición de dulzura con que el Señor me había prevenido. Así era como de mí los trabajadores recibían siempre la corrección con humildad y se enmendaban; y el otro compañero, que era mejor que yo, pero que no había recibido del cielo el espíritu de dulzura, cuando había de corregir se incomodaba, les reprendía con aspereza y ellos se enfadaban y a veces ni sabían en qué habían de enmendarse. Allí aprendí cuánto conviene el tratar a todos con afabilidad y agrado, aun a los más rudos, y cómo es verdad que más buen partido se saca del andar con dulzura que con aspereza y enfado.


35. ¡Oh Dios mío! ¡Qué bueno habéis sido para mí!... Yo no he conocido hasta muy tarde las muchas y grandes gracias que en mí habíais depositado. Yo he sido un siervo inútil que no he negociado como debía con el talento que me habíais entregado. Pero, Señor, os doy palabra que trabajaré; habed conmigo un poquito de paciencia; no me retiréis el talento; ya negociaré con él; dadme vuestra santísima gracia y vuestro divino amor y os doy palabra que trabajaré.




C A P Í T U L O V I




De las primeras devociones




36. Desde muy pequeño me sentí inclinado a la piedad y a la Religión. Todos los días de fiesta y de precepto oía la santa Misa; los demás días siempre que podía; en los días festivos comúnmente oía dos, una rezada y otra cantada, a la que iba siempre con mi padre. No me acuerdo de haber jamás jugado, enredado ni hablado en la iglesia. Por el contrario, estaba siempre tan recogido, tan modesto y tan devoto, que, comparando mis primeros años con los presentes, me avergüenzo, pues con grande confusión digo que no estoy, ni aún ahora, con aquella atención tan fija, con aquel corazón tan fervoroso que tenía entonces...


37. ¡Con qué fe asistía a todas las funciones de nuestra santa Religión! Las funciones que más me gustaban eran las del Santísimo Sacramento: en éstas, a que asistía con una devoción extraordinaria, gozaba mucho. Además del buen ejemplo que en todo me daba mi querido padre, que era devotísimo del Santísimo Sacramento, tuve yo la suerte de parar a mis manos un libro que se titula Finezas de Jesús Sacramentado. ¡Cuánto me gustaba! De memoria lo aprendía. Tanto era lo que me agradaba.


38. A los diez años me dejaron comulgar. Yo no puedo explicar lo que por mí pasó en aquel día que tuve la imponderable dicha de recibir por primera vez en mi pecho a mi buen Jesús... Desde entonces siempre frecuenté los santos sacramentos de Penitencia y Comunión, pero ¡con qué fervor, con qué devoción y amor!... Más que ahora, sí, más que ahora. y lo digo con la mayor confusión y vergüenza. Ahora que tengo más conocimiento que entonces, ahora que se ha agregado la multitud de beneficios que he recibido desde aquellos primeros días, que por gratitud debería ser un serafín de amor divino, soy lo que Dios sabe. Cuando comparo mis primeros años con los días presentes, me entristezco y lloro y confieso que soy un monstruo de ingratitud.


39. Además de la Santa Misa, Comunión frecuente y funciones de Exposición del Santísimo Sacramento, a que asistía con tanto fervor por la bondad y misericordia de Dios, asistía también en todos los domingos sin faltar jamás ni un día de fiesta al Catecismo y explicación del santo Evangelio, que siempre hacía el cura párroco por sí mismo todos los domingos, y, finalmente, se terminaba esta función por la tarde con el santísimo Rosario.


40. Digo, pues, que además de asistir siempre mañana y tarde, allá, al anochecer, cuando apenas quedaba gente en la iglesia, entonces volvía yo y solito me las entendía con el Señor. ¡Con qué fe, con qué confianza y con qué amor hablaba con el Señor, con mi buen Padre! Me ofrecía mil veces a su santo servicio, deseaba ser sacerdote para consagrarme día y noche a su ministerio, y me acuerdo que le decía: Humanamente no veo esperanza ninguna, pero Vos sois tan poderoso, que si queréis lo arreglaréis todo. Y me acuerdo que con toda confianza me dejé en sus divinas manos, esperando que él dispondría lo que se había de hacer, como en efecto así fue, según diré más adelante.


41. También vino a parar a mis manos un librito llamado El Buen Día y la Buena Noche. ¡Oh, con qué gusto y con qué provecho de mi alma leía yo aquel libro! Después de haberle leído un rato, lo cerraba, me lo apretaba contra el pecho, levantaba los ojos al cielo arrasados en lágrimas y me exclamaba diciendo: ¡Oh, Señor, qué cosas tan buenas ignoraba yo! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, amor mío! ¡Quién siempre os hubiese amado!


42. Al considerar el bien tan grande que trajo a mi alma la lectura de libros buenos y piadosos es la razón por que procuro dar con tanta profusión libros por el estilo, esperando que darán en mis prójimos, a quienes amo tanto, los mismos felices resultados que dieron en mi alma. ¡Oh, quién mediera que todas las almas conocieran cuán bueno es Dios, cuán amable y cuán amante! ¡Oh, Dios mío!, haced que todas las criaturas os conozcan os amen y os sirvan con toda fidelidad y fervor ¡Oh, criaturas todas! Amad a Dios, porque es bueno, porque es infinita su misericordia.




C A P Í T U L O V I I




De la primera devoción a María Santísima




43. Por esos mismos años de mi infancia y juventud profesaba una devoción cordialísima a María Santísima. ¡Ojalá tuviera ahora la devoción que entonces! Valiéndome de la comparación de Rodríguez, soy como aquellos criados viejos de las casas de los grandes, que casi no sirven para nada, que son como unos trastos inútiles, que los tienen en la casa más por compasión y caridad que por la utilidad de sus servicios. Así soy yo en el servicio de la Reina de cielos y tierra: por pura caridad y misericordia me aguanta, y para que se vea que es la verdad positiva, sin la más pequeña exageración, para confusión mía referiré lo que hacía en obsequio de María Santísima.


44. Desde muy niño me dieron unas cuentas de rosario que agradecí muchísimo, como si fuera la adquisición del mayor tesoro, y con él rezaba con los demás niños de la escuela, pues al salir de las clases por la tarde todos formados en dos filas, íbamos a la iglesia, que estaba cerca de allí, y todosjuntos rezábamos una parte de Rosario, que dirigía el maestro.'


45. Siendo aún muy niño, encontré en mi casa un libro que se titulaba el Roser, o el Rosal, en que estaban los misterios del Rosario, con estampas y explicaciones análogas. Aprendí por aquel libro el modo de rezar el Rosario con sus misterios, letanías y demás. Al advertirlo el maestro, quedó muy complacido y me hizo poner a su lado en la iglesia para que yo dirigiera el Rosario. Los demás muchachos mayorcitos, al ver que con esto había caído en gracia del buen maestro, los aprendieron también, y en adelante fuimos alternando por semanas, de modo que todos aprendían y practicaban esta santísima devoción, que después de la Misa es la más provechosa.


46. Desde entonces, no sólo lo rezaba en la iglesia, sino también en casa todas las noches, como disponían mis padres. Cuando, concluidas las primeras letras, me pusieron de fijo en el trabajo de la fábrica, como dije en el capítulo V, entonces cada día rezaba tres partes, que también rezaban conmigo los demás trabajadores; yo dirigía y ellos respondían continuando el trabajo. Rezábamos una parte antes de las ocho de la mañana, y después se iban a almorzar; otra, antes de las doce, en que iban a comer, y otra, antes de las nueve de la noche, en que iban a cenar.


47. Además del Rosario entero que rezaba todos los días de labor, en cada hora del día le rezaba una Avemaría y las oraciones del Angelus Domini en su debido tiempo. Los días de fiesta pasaba más tiempo en la iglesia que en casa, porque apenas jugaba con los demás niños; sólo me entretenía en casa, y mientras estaba así, inocentemente entretenido en algo, me parecía que oía una voz, que me llamaba la Virgen para que fuera a la iglesia, y yo decía: Voy, y luego me iba.


48. Nunca me cansaba de estar en la iglesia, delante de María del Rosario, y hablaba y rezaba con tal confianza, que estaba bien creído que la Santísima Virgen me oía. Se me figuraba que desde la imagen, delante de la cual oraba, había como una vía de alambre hasta el original, que está en el cielo; sin haber visto en aquella edad telégrafo eléctrico alguno, yo me imaginaba como que hubiera un telégrafo desde la imagen al cielo. No puedo explicar con qué atención, fervor y devoción oraba, más que ahora.


49. Con muchísima frecuencia, desde muy niño, acompañado de mi hermana Rosa, que era muy devota, iba a visitar un Santuario de María Santísima llamado Fussimaña, distante una legua larga de mi casa. No puedo explicar la devoción que sentía en dicho Santuario, y aun antes de llegar allí, al descubrir la capilla, yo me sentía conmovido, se me arrasaban los ojos en lágrimas de ternura, empezábamos el Rosario y seguíamos rezando hasta la capilla. Esta devota imagen de Fussimaña la he visitado siempre que he podido, no sólo cuando niño, sino también cuando estudiante, sacerdote y arzobispo, antes de ir a mi diócesis.


50. Todo mi gusto era trabajar, rezar, leer y pensar en Jesús y María Santísima; de aquí es que me gustaba mucho guardar silencio, hablaba muy poco, me gustaba estar solo para no ser estorbado en aquellos pensamientos que tenía; siempre estaba contento, alegre, tenía paz con todos; ni jamás reí ni tuve pendencias con nadie, ni de pequeño ni de mayor.


51. Mientras estaba yo en estos santos pensamientos ocupado con grande placer de mi corazón, de repente me vino una tentación, la más terrible y blasfema, contra María Santísima. Esta sí que fue pena, la mayor que he sufrido en mi vida. Habría preferido estar en el infierno para librarme de ella. No comía, ni dormía, ni podía mirar su imagen. ¡Oh qué pena!. Me confesaba, pero como era tan jovencito, yo no me sabría explicar bien, y el confesor desechaba lo que yo le decía, no le daba importancia, y yo quedaba con la misma pena que antes. ¡Oh qué amargura!. Duró esta tentación hasta que el Señor se dignó por sí mismo remediarme.


52. Después tuve otra contra mi buena Madre, que me quería mucho, y yo también a ella. Me vino un odio, una aversión contra ella muy grande, y yo, para vencer aquella tentación, me esmeraba en tratarla con mucho cariño y humildad. Y me acuerdo que cuando me fui a confesar, al dar cuenta a mi Director de la tentación que sufría y de lo que hacía para vencerla y superarla, me preguntó: ¿Quién te ha dicho que practicases estas cosas?. Yo le contesté: Nadie, Señor. Entonces me dijo: Dios es quien te enseña, hijo; adelante, sé fiel a la gracia.


53. Delante de mí no se atrevían a hablar malas palabras ni tener malas conversaciones. En cierta ocasión me hallaba en una reunión de jóvenes, por casualidad, porque yo regularmente me apartaba de tales reuniones, pues que (no) se me ocultaba el lenguaje que se usa en tales reuniones, y me dijo uno de los mayores de aquellos jóvenes: Antonio, apártate de nosotros, que queremos hablar mal. Yo le di las gracias por el aviso que me daba y me fui, sin que jamás me volviese a juntar con ellos.


54. ¡Oh Dios mío! ¡Qué bueno habéis sido para mí! ¡Oh cuán mal he correspondido a vuestras finezas! Si Vos, Dios mío, hubieseis hecho estas gracias que a mí a cualquiera de los hijos de Adán, habría correspondido mucho mejor que yo. ¡Oh que confusión, qué vergüenza es la mía! ¿Y qué podré responder, Señor, en el día del juicio cuando me diréis: Redde rationem villicationis tuae?


55. ¡Oh María, Madre mía! ¡Qué buena habéis sido para mí y qué ingrato he sido yo para Vos! Yo mismo me confundo, me avergüenzo. Madre mía, quiero amaros de aquí en adelante con todo fervor; y no sólo os amaré yo, sino que además procuraré que todos os conozcan, os amen, os sirvan, os alaben, os recen el Santísimo Rosario, devoción que os es tan agradable. ¡Oh Madre mía!, ayudad mi debilidad y flaqueza a fin de poder cumplir mi resolución.




C A P Í T U L O V I I I




De la traslación a Barcelona en la edad de 17 años cumplidos,


cerca de los 18, año de 1825




56. Deseoso de adelantar en los conocimientos de la fabricación, dije a mi padre que me llevara a Barcelona. Condescendiendo mi Padre, me llevó allá; yo mismo, como San Pablo, me ganaba con mis manos lo que necesitaba para comida, vestidos, libros, maestros, etc. La primera cosa que hice fue presentar una solicitud a la Junta de la Casa Lonja para ser admitido en las clases de dibujo; lo conseguí y me aproveché algún tanto. Y, ¡quién lo había de decir que el dibujo que yo aprendía para la fabricación, Dios lo disponía para que sirviera para la Religión! Y, en efecto, mucho me ha servido para dibujar estampas del Catecismo y de asuntos místicos.


57. Además del dibujo, me puse (a) estudiar gramática castellana, y después la francesa, dirigiendo todos estos trabajos y estudios al objeto de adelantar en el comercio y en la fabricación.


58. De cuantas cosas he estudiado y en cuantas me he aplicado durante la vida, ninguna he entendido tanto como la fabricación. Cabalmente en la casa en que trabajaba había los libros de muestras que cada año salían en París y Londres, y todos los años se los hacían venir para estar al corriente de cuanto se adelantaba. Dios me había dado tanta inteligencia en esto, que no tenía más que analizar la muestra cualquiera, que al instante tra(z)aba el telar con todo su aparato, que daba el mismísimo resultado, y aun, si el dueño quería, se hacían mejores.


59. En un principio algo me costaba, pero con la aplicación de día y noche y de día de trabajo y de día de fiesta, (en lo que era permitido, como estudiar, escribir y dibujar), salí aprovechado. ¡Ojalá que así me hubiese aplicado a la virtud, que otro sería de lo que soy! Cuando después de mucho discurrir acertaba ala descomposición y composición de la muestra, sentía un gozo, experimentaba una satisfacción, que andaba por casa como loco de contento. Todo esto lo aprendí sin maestro; antes bien, en lugar de enseñarme el modo de entender las muestras y remendarlas perfectamente, me lo ocultaban.


60. En cierto día, yo dije al mayordomo de la fábrica si aquella muestra que los dos teníamos en las manos se haría de esta y de esta manera; él tomó el lápiz y marcó la manera que se había de componer el telar para ello; yo me callé y le dije que, si no tenía a mal, lo estudiaría, y al efecto me llevé a mi casa la muestra y el aparato que había trazado. Y a los pocos días le presenté el dibujo del aparato necesario para producir aquella muestra, haciéndole ver al mismo tiempo que el aparato que él había trazado no produciría aquella muestra, sino otra cosa que yo le señalé. El mayordomo quedó confundido y admirado al (ver) mis dibujos y al oír mis razones y explicaciones.


61. Desde aquel día me apreció mucho, por manera que en los días de fiesta se me llevaba a paseo un rato con sus hijos, y, a la verdad, me sirvió (mucho) su amistad, sus máximas y sus sanos principios, pues que, además de ser un hombre muy instruido, era un fiel casado, un buen padre de familia, un buen cristiano y un realista por principios y por convicción, que, a la verdad, muy bien me vinieron algunas lecciones de este Señor por haberme yo criado en una población como Sallent, que en aquel tiempo hasta el aire que se respiraba era constitucional.


62. Respecto a la fabricación, no sólo salí muy hábil en entender las muestras, como he dicho, sino también muy diestro en componer el aparato del telar; así es que algunos trabajadores me pedían de favor que les compusiese su aparato, porque ellos no acertaban, y yo les procuraba a complacer, y por esto me respetaban y amaban mucho.


63. Se extendió por Barcelona la fama de la habilidad que el Señor me había dado en la fabricación. De aquí es que algunos Señores llamaron a mi Padre y le dijeron que sería del caso que formásemos una compañía y pusiésemos una fábrica a nuestra cuenta. Esta idea halagó muchísimo a mi Padre, porque contribuía al mayor desarrollo de la fábrica que ya tenía; me habló y me propuso las ventajas que resultarían y la fortuna que me convidaba.


64. ¡Pero cuán inescrutables son los juicios de Dios!... Al paso que a mí la fabricación me gustaba tanto y había en ella hecho los progresos que he dicho, no me supe resolver; sentía interiormente una repugnancia en fijarme y hacer que mi Padre comprometiera intereses. Le dije que me parecía que aún no era tiempo, que yo era muy joven, y además, siendo pequeño, los trabajadores no se dejarían gobernar por mí. Me contestó que esto no me diera cuidado, porque otro ya gobernaría los trabajadores; que yo sólo tendría que ocuparme de la parte directiva de la fabricación... También me excusé diciendo que después ya veríamos, que por ahora no me sentía inclinado. Y, (a) la verdad, fue esto providencial. Cabalmente, yo nunca me había opuesto a los designios de mi padre. Esta fue la primera vez que yo no hice su voluntad, y fue porque la voluntad de Dios quería de mí otra cosa, me quería eclesiástico y no fabricante, aunque yo en este tiempo no lo conocía no pensaba en ello.


65. En este tiempo se cumplió en mí aquello del Evangelio de que las espinas habían sofocado el buen trigo. El continuo pensar en máquinas, telares y composiciones me tenía tan absorto, que no acertaba a pensar en otra cosa. ¡Oh Dios mío, qué paciencia tan grande tuvisteis conmigo! ¡Oh Virgen María, aun de Vos había momentos que me olvidaba! ¡Misericordia, Madre mía!




C A P Í T U L O I X




De los motivos que tuve para dejar la fabricación




66. En los tres primeros años que estuve en Barcelona me resfrié mucho en el fervor que tenía cuando estaba en mi patria. Es verdad que recibía los santos sacramentos algunas veces entre año, que todos los días de fiesta y de precepto oía misa y cada día rezaba a María Santísima el santo Rosario y algunas otras devociones; pero no eran tantas ni tan fervorosas como antes. Todo mi objeto, todo mi afán, era la fabricación. Por más que diga, no lo encareceré bastante; era un delirio el que yo tenía por la fabricación. ¿Y quién lo habría de decir que esta afición tan extremada era el medio de que Dios se había de valer para arrancarme del amor a la fabricación?


67. A los últimos días del año tercero de hallarme en Barcelona tan aficionado como he dicho, al asistir en los días de precepto a la santa Misa tenía trabajo grande en desvanecerme de los pensamientos que me venían, pues que, si bien que a mí me gustaba muchísimo pensar y discurrir sobre aquellas materias, pero durante la misa y demás devociones no quería, las apartaba, las decía que después ya me ocuparía de ellas, pero que ahora quería pensar en lo que hacía y rezaba. Eran inútiles mis esfuerzos, a la manera que una rueda que anda muy aprisa, que repentinamente no se puede detener. Cabalmente, para mayor tormento, durante la misa me venían ideas nuevas, descubrimientos, etc., etc.; por manera que durante la misa tenía más máquinas en la cabeza que santos no había en el altar.


68. En medio de esta barahúnda de cosas, estando oyendo la santa Misa, me acordé de haber leído desde muy niño aquellas palabras del Evangelio: ¿De qué le aprovecha al hombre el ganar todo el mundo si finalmente pierde su alma? Esta sentencia me causó una profunda impresión... fue para mí una saeta que me hirió el corazón; yo pensaba y discurría qué haría, pero no acertaba.


69. Me hallé como Saulo por el camino de Damasco; me faltaba un Ananías que me dijese lo que había de hacer. Me dirigí a la Casa de San Felipe Neri, di una vuelta por los claustros y vi un cuarto abierto; pedí permiso y entré, y hallé a un hermano llamado Pablo, muy humilde y fervoroso, y le referí sencillamente mi resolución. Y el buen hermano me oyó con mucha paciencia y caridad, y con toda humildad me dijo: Señor mío, yo soy un pobre lego; no soy yo quien ha de aconsejar a V.; yo le acompañaré a un Padre muy sabio y muy virtuoso, y él le dirá lo que V. debe hacer. En efecto, me condujo al P. Amigó. Me oyó y celebró mi resolución, y me aconsejó que estudiase latín, y le obedecí.


70. Se despertaron en mí los fervores de piedad y devoción, abrí los ojos, y conocí los peligros por donde había pasado de cuerpo y alma. Referiré brevemente algunos.


71. En aquel verano último, la Santísima Virgen me preservó de ahogarme en el mar, Como trabajaba mucho, en los veranos lo pasaba muy mal, perdía enteramente el apetito, y hallaba algún alivio con irme a la mar, lavarme los pies y beber algunos sorbos de aquella agua. Un día que a este intento fui a la mar vieja, que llaman, tras la Barceloneta, hallándome en la orilla del mar, se alborotó de repente, y una grande ola se me llevó, [después] de aquella, otra. Me (vi) de improviso muy mar adentro, y me causaba admiración al ver que flotaba sobre las aguas sin saber nadar, y, después de haber invocado a María Santísima, me hallé en la orilla del mar, sin haber entrado en mi boca ni una gota de agua. Mientras me hallaba en el agua estaba con la mayor serenidad; pero después, cuando me hallé en la orilla, me horripilaba el pensar el peligro [de] que había escapado por medio de María Santísima.


72. De otro peligro peor me había también librado María Santísima por el estilo del casto José. Hallándome en Barcelona, iba alguna que otra vez a visitar a un compatricio mío. Con nadie de la casa hablaba sino con él, que (al) llegar me dirigía a su cuarto y con él únicamente me entendía; pero me veían siempre al entrar y salir. Yo entonces era jovencito, y si bien es verdad que yo mismo me ganaba el vestido, me gustaba vestir, no diré con lujo, pero sí con bastante elegancia, quizá demasiada. ¿Quién sabe si el Señor me pedirá cuenta de esto en el día del juicio? Un día fui a la mis(ma) casa y pedí por el compatricio. La dueña de la casa, que era una señora joven, me dijo que lo esperase, que estaba para llegar. Me esperé un poco, y luego conocí la pasión de aquella Señora, que se manifestó con palabras y acciones, y yo, habiendo invocado a María Santísima y forcej[e]ando con todas mis fuerzas, escapé de entre sus brazos, me salí corriendo de la casa y nunca jamás quise volver, sin decir a nadie lo que me había ocurrido, a fin de no perjudicar su honor.


73. Todos (estos) golpes me daba Dios para despertarme y hacerme (salir de) los peligros del mundo; pero aún fue preciso otro más fuerte, y fue el siguiente: Un joven como yo me invitó [a] que hiciese con él compañía de intereses. Condescendí. Empezamos en poner a la lotería. Teníamos bastante suerte. Como yo estaba siempre tan ocupado en mis cosas, apenas podía hacer otra cosa que ser el depositario. El tomaba los billetes y yo los guardaba. Al día del sorteo se los entregaba y me decía lo que habíamos sacado. Y como tomábamos muchos billetes, en cada jugada sacábamos, y a veces cantidades de grande consideración. Separábamos lo que se necesitaba para tomar más billetes y lo restante se ponía en manos de los comerciantes al seis por ciento, con los recibos correspondientes, y yo los guardaba todos, que (era) lo único que hacía; todas las demás diligencias corrían a cuenta del compañero.


74. Ya eran muchos los recibos que tenía, de modo que formaban una suma de consideración; cuando he aquí que un día me viene diciendo que uno de nuestros billetes había sido premiado de veinticuatro mil duros, pero que cuando iba a cobrar había perdido el billete. Y dijo verdad que lo había perdido, porque se lo había jugado y lo había perdido; y no solo aquel billete, sino que además fue a mi cuarto en hora en que yo no estaba, descerrajó mi cofre [y] se llevó todos los recibos que tenía guardados de la compañía. Además se llevo el dinero de mi particular peculio, se me llevó los libros y la ropa, y la puso en una prendería por cierta cantidad que le prestaron, y todo lo perdió en el juego, y finalmente, deseoso de desquitarse, no teniendo más que jugar, desesperado, se fue a una (casa) en que tenía entrada y se llevó unas joyas de la Señora de dicha casa y se las vendió; se fue al juego y también perdió.


75. Entre tanto la Señora halló a faltar sus joyas y pensó que aquel fulano las había robado; dio parte a la autoridad, cogieron al ladrón, confesó su delito, le siguieron la causa y salió condenado a dos años de presidio. No es posible explicar el golpe que me dio este percance; no la pérdida de los intereses, que eran muchos, sino el honor. Pensaba: ¿Qué dirá la gente? Se creerá que tú eres cómplice de sus juegos y robos. ¡Ay! ¡Un compañero tuyo en la cárcel! ¡En presidio!… Era tanta la confusión y vergüenza, que apenas me atrevía a salir por la calle… Me parecía que todos me miraban y que todos hablaban y se ocupaban de mí.


76. ¡Oh Dios mío! ¡Cuán bueno y admirable habéis sido para mí!... ¡De qué medios tan extraños os valisteis para arrancarme del mundo! ¡De qué acíbar tan particular usasteis para destetarme de la Babilonia! Y a Vos, Madre mía, ¿qué gracias os podré dar por haberme preservado de la muerte sacándome del mar? Si en aquel lance me hubiese ahogado, como naturalmente había de suceder, ¿en dónde me hallaría ahora? Vos lo sabéis, Madre mía. Sí, en los infiernos me hallaría, y en un lugar muy profundo, por mi ingratitud, y así con David debo exclamar: Misericordia tua est super me, et eruisti animam meam ex inferno inferiori.




C A P Í T U L O X




De la resolución que tomé de hacerme fraile


de la Cartuja de Monte-Alegre




77. Desengañado, fastidiado y aburrido del mundo, pensé dejarle y huirme a una soledad, meterme cartujo; y a este objeto y fin hacía yo mis estudios. Consideré que habría faltado a mi deber si no hubiese participado a mi Padre, y, en efecto, se lo dije en la primera ocasión que tuve, en una de las muchas veces que iba a Barcelona por razón del comercio. Grande fue el sentimiento que tuvo cuando le dije que quería dejar la fabricación, el grande negocio que ambos podíamos hacer, y creció de punto su pena cuando le dije que me quería hacer fraile cartujo.


78. Como era tan buen cristiano, me (dijo): Yo no quiero quitarte la vocación. Dios me libre; piénsalo bien y encomiéndalo a Dios y consúltalo bien con tu Director espiritual, y si te dice que s ésta la voluntad de dios, la acato y la adoro, por más que lo sienta en mi corazón; sin embargo, si fuera posible que en lugar de meterte fraile fueras sacerdote secular, me gustaría. Con todo, hágase la voluntad de Dios.


79. Me dediqué al estudio de la gramática latina con toda la aplicación posible. El primer maestro fue un tal D. Tomás, sacerdote [de] muy buen latín. A los dos meses y medio de darme lección tuvo un ataque apoplético, que perdió el habla y murió a las pocas horas. Otro desengaño más. Después de éste tomé a D. Francisco Mas y Artigas, en quien seguí hasta que salí de Barcelona para Vich, para empezar Filosofía, y fue de esta manera:


80. Mi hermano mayor, llamado (Juan), ya estaba casado con María Casajuana, hija de D. Mauricio Casajuana, que era encargado del Señor Obispo de Vich para cobrar el producto de ciertas propiedades y Señoríos que tenía en Sallent, y por esto era muy apreciado del Señor Obispo, a quien con frecuencia iba a ver, y en una de estas visitas le habló de mi insignificante (persona). Qué sé yo qué cosas le diría, que el Señor Obispo entré en deseos de verme.


81. Me dijeron que pasara a Vich. Yo no quería ir, porque me temía que me estorbarían el que me metiera a cartujo, que yo tanto deseaba. Lo comuniqué a mi Maestro, y él me dijo: Yo le acompañaré con un Padre de San Felipe Neri, el Padre Cantí, hombre muy sabio, prudente y experimentado, y él dirá lo que se haya de hacer. Nos presentamos, y, después de haber oído todas las razones que alegaba para no ir, me dijo: Vaya V., y si el Señor Obispo conoce que es voluntad (de Dios el) que V. Entre cartujo, estará tan lejos de oponerse, que aun le protegerá.


82. Yo me callé y obedecí, y salí de Barcelona después de haber estado cerca [de] cuatro años, habiendo[me] resfriado bastante en el fervor y llenado demasiado del viento de la vanidad, de elogios y aplausos, singularmente en los tres primeros años. ¡Oh, cuánto lo siento y lo lloro amargamente! Pero el Señor ya tuvo cuidado de humillarme y confundirme. ¡Bendito sea por tantas bondades y misericordias como me ha dispensado!.




C A P Í T U L O X I




De la traslación de Barcelona a Vich




83. A los primeros del mes de Setiembre del año 1829 salí de Barcelona y mis Padres quisieron que fuera a Sallent. Y yo, por complacerles, fui y estuve en su compañía hasta el día de San Miguel, día 29, que salimos después de oída la Santa Misa. Fue un viaje muy triste por razón de la lluvia, que nos acompañó casi todo el viaje. Por la noche, enteramente calados, llegamos a Vich.


84. El día siguiente fuimos a ver al S[eñ]or Obispo, que era D. Pablo de Jesús Corcuera. Nos recibió muy bien. Y, a fin de tener más tiempo para estudiar y poderme dedicar a mis particulares devociones, me colocaron al lado del Señor mayordomo de palacio, llamado D. Fortián Bres, Sacerdote muy bueno, que me quería muchísimo. Estuve con él durante toda mi permanencia en Vich, y después siempre que iba a Vich me aposentaba en su casa. Y este mismo Señor fue padrino cuando en la catedral de Vich me consagraron Arzobispo de Cuba.


85. A los primeros días de hallarme en Vich pedí que me dijeran qué sacerdote sería a propósito para hacer con él una Confesión general. Me indicaron un Padre de San Felipe Neri llamado Pedro Bach. Con él hice mi confesión general de toda mi vida., y después siempre más continué confesándome con el mismo Padre, que me dirigía muy bien. Y es digno de ser notado cómo Dios se ha valido de tres padres del Oratorio de San Felipe Neri para aconsejarme y dirigirme en los momentos más críticos de mi carrera espiritual: del Hermano Pablo y de los padres Antonio Amigó, Cantí y Pedro Bach.


86. Desde el principio que llegué a Vich confesaba y comulgaba cada semana, y, después de algún tiempo, el Director me hacía confesar dos veces y comulgar cuatro en todas las semanas. Cada (día) servía la Misa al señor mayordomo D. Fortián Bres. Cada día tenía media hora de oración mental, visitaba al Santísimo Sacramento en las Cuarenta Horas, y también visitaba la Imagen de María Santísima del Rosario en la iglesia de los PP. Dominicos de la misma ciudad, por más que lloviera. Y, aunque las calles estuviesen llenas de nieve, nunca omití las visitas del Santísimo Sacramento y de la Virgen María.


87. Todos los días en la mesa leíamos la vida del Santo; y además, con aprobación del Director, tres días a la semana: lunes, miércoles y viernes, tomaba disciplina, y el martes, jueves y sábado me ponía el cilicio. Con estas prácticas de devoción me volvía a enfervorizar, sin aflojar en el estudio, al que me aplicaba cuanto podía, dirigiéndolo siempre con la más pura y recta intención que podía.


88. Durante el primer año de filosofía, en medio de mi aplicación al estudio y prácticas piadosas, jamás me olvidé de mi deseada Cartuja, y además tenía a la vista una grande estampa de San Bruno que coloqué en la mesa del estudio. Las más de las veces, cuando iba a confesarme, hablaba a mi Director del deseo que aún tenía de entrar en la Cartuja; de aquí es que se llegó a creer que Dios me llamaba allá. Al efecto escribió al P. Prior, y quedaron convenidos que, concluido el curso de aquel año, fuera, y al efecto me entregó el Director dos cartas, una para el P. Prior y la otra para otro Religioso conocido que allí tenía.


89. Yo, muy contento, emprendí el viaje para Barcelona, y luego para Badalona y Monte-Alegre, cuando he aquí que poco antes de llegar a Barcelona vino una turbonada tan desecha, que espantaba. Por lo mucho que había estudiado en aquel año tenía el pecho un tanto delicado. Y como para cobijarnos del grande chaparrón que caía echamos a correr, y así, por la fatiga del correr y el vaho que se levantaba de la tierra seca y caliente, me dio una sofocación muy grande, y pensé: ¡Ay! ¡Quizá Dios no (quiere) que vayas a la Cartuja!. Esa idea me alarmó mucho. Lo cierto (es) que yo no tuve resolución para ir allá y me fui a Vich; lo dije a mi Director y se calló, ni me dijo ni bien ni mal, y se quedó así.


90. Estos deseos de ser cartujo sólo los comunicaba con mi Director, así es que los demás lo ignoraban completamente. En aquellos días había en la Comunidad de Sallent un beneficio vacante que lo pretendía un Sacerdote, que no era hijo de la población, aunque vivía allá, y desgraciadamente no era lo [que] era de desear. Al ver el S[eñ]or. Vicario General la solicitud, habló con el S[eñ]or. Obispo y le hizo ver que no convenía que aquel se llevara el beneficio, y, a fin de impedir la entrada en la Comunidad, me le hicieron pretender a mi, que por ser hijo de la población debía ser preferido. Obtuve la gracia, y el día dos de febrero de 1831 se Señor Obispo me dio la tonsura, y después, en el mismo día, el Señor Vicario Gl. Me dio la colación, y al día siguiente fui a Sallent a tomar posesión de dicho beneficio. Desde ese día vestí siempre más hábitos talares y desde ese mismo día tuve que rezar el oficio divino.


91. Por las fiestas de Navidad, Semana Santa y por las vacaciones residía en Sallent por razón del beneficio; el demás tiempo del año, por razón de los estudios, permanecía en Vich. Ya he dicho las prácticas de devoción que hacía en particular; además, cada mes había una comunión general que llamaban de la Academia de Sto. Tomás, en que tenían que asistir todos los estudiantes. Además, el Señor Obispo había puesto en la Iglesia del Colegio la Congregación de la Inmaculada Concepción y de San Luís Gonzaga; los de esta Congregación, que eran todos los seminaristas internos y todos los externos que fuesen tonsurados, y si alguno que no fuese tonsurado quería entrar había de hacer una solicitud al S. Obispo. Comulgaban los congregantes todos los terceros domingos de cada mes, que el mismo Señor Obispo venía a decir misa en la Iglesia del seminario y en ella nos daba la Sagrada Comunión; y el mismo día por la tarde nos hacía una plática.


92. Cada año en la misma Iglesia del Colegio o Seminario, por la Cuaresma, hacíamos los santos Ejercicios espirituales por espacio de ocho días, eso es, de un domingo a otro, y el Señor Obispo asistía a todos los actos de la mañana y de la tarde. Un día me acuerdo que decía en una plática: Quizá alguna dirá a qué viene ocupar tanto tiempo el Obispo con los estudiantes, y se contestaba: Ya sólo que hago. ¡Ah! Si yo puedo conseguir que los estudiante sean buenos, después serán buenos sacerdotes, buenos curas, y ¡qué descanso será par mí entonces!… Mucho conviene que los estudiantes se vayan nutriendo en la piedad mientras van estudiando; o, si no, se crían soberbios, que es lo peor en que pueden incurrir, porque la soberbia es el origen de todo pecado. Es de preferir que sepan un poco menos y que sean piadosos, que no el que sepan mucho, pero sin piedad o con poca, que entonces se hinchan del viento de la vanidad.


93. Pasado aquel primer año de filosofía, ya no pensé más en ser cartujo y conocí que aquella vocación había sido no más temporal; que el Señor me llevaba más lejos para destetarme de las cosas del mundo, y así, desprendido de todas ellas, me quedara en el estado clerical, como el Señor me lo ha dado a entender después.


94. Durante el tiempo de los estudios entré en la Congregación del Laus perennis del Sagrado Corazón de Jesús, cuya hora tengo en el día de San Antonio, de junio, de cuatro a cinco de la tarde. Ingresé en ella por medio del P. Rector del Colegio de Manresa, que vino a mi casa, llamado Ildefonso Valiente. En la misma ciudad estoy alistado en la cédula del Rosario perpetuo, cuya hora tengo en el día de San Pedro, día 29 de junio, de una a dos de la tarde. En la ciudad de Vich fui alistado en la Cofradía del Rosario y en la Cofradía del Carmen. También me alisté y profesé en la Congregación de Dolores.


95. Cuando estudia(ba) en Vich el segundo año de Filosofía me sucedió lo siguiente: En invierno tuve un resfriado o catarro; me mandaron guardar cama; obedecí. Y un día de aquellos que me hallaba en cama, a las diez y media de la mañana, experimenté una tentación muy terrible. Acudía a María Santísima, invocaba al Angel Santo de mi guarda, rogaba a los [santos]de mi nombre y de mi especial devoción, me esforzaba en fijar mi atención en objetos indiferentes para distraerme y así desvanecerme y olvidar la tentación, me signaba la frente a fin de que el Señor me librase de malos pensamientos. Pero todo fue en vano.


96. Finalmente, me volví del otro lado de la cama para ver si así se desvanecía la tentación, cuando he aquí que se me presenta María Santísima, hermosísima y graciosísima; su vestido era carmesí; el manto, azul, y entre sus brazos vi una guirnalda muy grande de rosas hermosísimas. Yo en Barcelona había visto rosas artificiales y naturales muy hermosas, pero no eran como éstas. ¡Oh qué hermoso era todo! Al mismo tiempo que yo estaba en la cama, y en ese momento de boca arriba, me veía yo mismo como un niño blanco hermosísimo, arrodillado y con las manos juntas; pero no perdía de vista a la Virgen Santísima, en quien tenía fijos mis ojos, y me acuerdo bien que tuve este pensamiento: ¡Ay! Es mujer y no te da ningún mal pensamiento; antes bien, te los ha quitado todos. La Santísima (Virgen) me dirigió la palabra y me dijo: Antonio, esta corona será tuya si vences. Yo estaba tan preocupado que no acertaba a decirle ni una palabra. Y vi que la Santísima Virgen me ponía (en la cabeza) la corona de rosas que tenía en la mano derecha (además de la guirnalda, también de rosas, que tenía entre sus brazos y el lado derecho). Yo mismo me veía coronado de rosas en aquel niño, ni después de esto dije ninguna palabra.


97. Vi, además, un grupo de santos que estaba a su mano derecha en además de orar; no les conocí; sólo uno me pareció San Esteban. Yo creí entonces, y aun ahora estoy en esto, que aquellos santos eran mis Patronos, que rogaban e intercedían por mí para que (no) cayera en la tentación. Después, a mi mano izquierda, vi una grande muchedumbre de demonios que se pusieron formados como los soldados que se repliegan y forman después que han dado una batalla, y yo me decía: ¡Qué multitud y qué formidables! Durante todo esto yo estaba como sobrecogido, ni sabía lo que me pasaba, y tan pronto como esto pasó, me hallé libre de la tentación y con una alegría tan grande, que no sabía lo que por mí había pasado.


98. Yo sé de fijo que no dormía, ni padecía vahídos de cabeza, ni otra cosa que me pudiese producir un ilusión semejante. Lo que me hizo creer que fue una realidad y una especial gracia de la Virgen María es que en el mismo instante quedé libre de la tentación y por muchos años estuve sin ninguna tentación contra la castidad, y si después ha venido alguna, ha sido tan insignificante, que ni merece el nombre de tentación. ¡Gloria a María! ¡Victoria de María!...




C A P Í T U L O X I I




De la ordenación




99. El Señor Obispo, a los que hacían la carrera completa, no los ordenaba hasta que ya estaban adelantados. Por los general los ordenaba de esta manera. Cuando habían concluido los cuatro años de teología, les daba los cuatro Ordenes menores, haciendo antes diez días de ejercicios espirituales. Concluido el quinto año, les daba el subdiaconado, haciendo antes veinte días de ejercicios espiritual(es). Concluido el sexto año de Teología, con treinta días de ejercicios espirituales antes, le daba el diaconado, y finalmente, concluido el séptimo año y habiendo hecho cuarenta días de ejercicios, les daba el presbiterado.


100. No obstante este sistema que seguía constantemente, conmigo se portó de otra manera; quiso ordenarme antes. Ya sea porque tenía que rezar o por tener la edad, me quiso ordenar del modo siguiente. Concluido el primer año de Teología y empezado el segundo, me dio las Ordenes Menores por las Témporas de Santo Tomás del año 1833. En las Témporas de la Santísima Trinidad del año 1834 me dio el subdiaconado, que lo recibí en las mismas Ordenes en que D. Jaime Balmes recibió el diaconado; él era el primero de los Diáconos, y yo de los subdiáconos; él cantó el Evangelio, yo la Epístola; él y yo íbamos al lado del Sacerdote que presidía y cerraba la procesión en el día de la ordenación.


101. En las témporas de Santo Tomás del mismo año de 1834 recibí el diaconado. Cuando el Prelado, en la ordenación dijo aquellas palabras del Pontifical que son tomadas del Apóstol San Pablo: No es nuestra lucha solamente contra la carne y la sangre, sino también contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas... Entonces el Señor me dio un claro conocimiento de lo que significaban aquellos demonios que vi en la tentación de que ya se ha hecho mención en el capítulo anterior.


102. En el día 13 de junio de 1835 fui ordenado de presbítero, no por el señor Obispo de Vich, sino por el de Solsona, por estar enfermo el de Vich, de cuya enfermedad murió el 5 de julio. Antes de la ordenación de sacerdote hice los cuarenta días de ejercicios espirituales. Nunca he hecho unos ejercicios con más pena ni tentación; pero quizá de ninguno he sacado más y mayores gracias, como lo conocí el día que canté la primera Misa, que fue el día 21 de junio, día de San Luis Gonzaga Patrón de la Congregación, así como la ordenación fue el día de San Antonio, día de mi santo Patrón.


103. Canté la primera Misa en mi patria con gran satisfacción de mis parientes y de toda la población; y como en todas las vacaciones y ferias estudiaba la Teología moral, sabía como el Catecismo el autor de Moral; así es que el día de Santiago fui examinado y me dieron licencia de predicar y confesar. El día 2 de agosto, día de la Porciúncula, fue el día que empecé a confesar, y estuve confesando seis horas seguidas, desde las cinco a las once de la mañana. El primer sermón que hice fue en el mes de septiembre del mismo año en la fiesta principal de mi patria, en que hice el panegírico del santo Patrón de la población, y en el día siguiente hice otro sermón de los difuntos de la población, con admiración de todos mis compatricios.


104. Concluidas estas funciones de mi patria, me volví a Vich para continuar mi carrera y concluirla toda, pero como por razón de la guerra civil no podían los estudiantes reunirse en el Seminario y tenían que estudiar en conferencias particulares, y además como el señor Gobernador Eclesiástico y Vicario Capitular, no tuviese sujeto para mandar de teniente cura a mi población, quiso que fuese yo de todos modos y que allí estudiase en conferencia, como haría en Vich, los años que me faltaban de la carrera, lo que hice así por obediencia hasta terminar mi carrera, como se desprende del certificado que me dio el Seminario de Vich, cuyo tenor es como sigue:


105. El infrascrito Secretario del Seminario Conciliar de la ciudad de Vich.


Certifico que D. Antonio Claret, natural de Sallent, de la presente diócesis, cursó y tiene habilitados en este Seminario tres años de filosofía, en los que estudió en el primero lógica, ontología y elementos de matemáticas en el escolar de mil ochocientos veintinueve a treinta; en el segundo física general y particular en el de treinta a treinta y uno, y en el tercero metafísica y ética en el curso privado de mil ochocientos treinta y dos. Asimismo tiene habilitados en el mismo cuatro años de instituciones teológicas en los escolares de treinta y dos a treinta y tres, de éste a treinta y cuatro, y de treinta y cuatro a treinta y cinco, y de éste a mil ochocientos treinta y seis Finalmente, tiene también habilitados en el referido Seminario tres años de teología moral en los de mil ochocientos treinta y seis a treinta y siete, de éste a treinta y ocho, y de treinta y ocho a mil ochocientos treinta y nueve. Así es de ver de los libros de matriculas y de habilitaciones que obran en esta Secretaría de mi cargo a los que me refiero.


En cuyo testimonio doy a petición del interesado la presente que firmo y sello con el propio de esta Secretaría en Vich a veintisiete de Agosto de mil ochocientos treinta y nueve. Agustín Alier, Pbro. Secretario. Lugar del sello.




C A P Í T U L O XIII




De los dos años de teniente cura


y de los dos años de cura ecónomo




106. Fijo en la parroquia de Santa María de Sallent, además del estudio de todos los días, me ocupaba en las cosas del ministerio. Con el cura repartíamos el trabajo de la predicación, alternando los dos en todos los domingos de Adviento, Cuaresma, Corpus y demás fiestas principales, en que predicábamos desde el púlpito en la Misa mayor cantada; los demás días de fiesta era por la tarde después de haber enseñado el Catecismo.


A los dos años de teniente cura quiso el Superior que fuese Cura ecónomo, por haberse retirado el que antes había por causas políticas, y quedé solo en el ministerio.


107. El plan de vida que seguía era el siguiente. Todos los años hacia los santos ejercicios espirituales por diez días, cuya práctica he seguido siempre desde que empecé en el Seminario. Cada ocho días me reconciliaba. Ayunaba los viernes y sábados, y tres días a la semana tomaba disciplina, esto es, el lunes, miércoles y viernes, y otros tres días que eran el martes, el jueves y el sábado me ponía el cilicio.


108. Todos los días antes de salir del aposento tenía la oración mental, solo, porque me levantaba muy de mañana y por la noche tenía con mi hermana María, que en el día es terciaria, y el criado que era un hombre anciano, que éramos las tres únicas personas que había en el curato. Además de la oración mental que teníamos los tres, rezábamos también el Rosario.


109. Predicaba todos los domingos y fiestas, como tiene dispuesto el Sagrado Concilio de Trento, con la sola diferencia que en los domingos de Adviento, Cuaresma y fiestas principales predicaba en la Misa, y en los demás domingos lo hacía por la tarde, después de la enseñanza del Catecismo que había en todos los domingos del año sin dejar ni uno.


Además de la enseñanza en la iglesia del Catecismo lo hacía también todos los días de la Cuaresma de las dos a las tres de la tarde para las niñas en la iglesia, y para los niños de las siete a ocho de la noche en la casa rectoral.


110. Todos los días celebraba la Misa muy temprano, y luego me ponía en el confesionario y no me levantaba mientras había gente.


Todos los días por la tarde daba una vuelta por las calles principales de la población, y singularmente por las calles en que había enfermos, a quienes siempre visitaba cada día, desde el Viático hasta que morían, o se ponían sanos.


111. Nunca entraba de visita en ninguna casa particular, ni de mis parientes, que tenía muchos en la población: a todos amaba y servía igualmente, tanto si eran pobres como ricos, tanto parientes como extraños, tanto si eran del país como forasteros, que por razón de la guerra había muchos. De día, de noche, en invierno y verano, siempre estaba pronto para servirles. Salía con mucha frecuencia a las muchas casas que hay de campo. Yo trabajaba cuanto podía, y la gente correspondía, se aprovechaba y me amaba muchísimo; siempre me dio pruebas de amor, pero singularmente cuando traté de ausentarme para irme a las misiones extranjeras como en efecto me fui a Roma para ingresar en la Congregación de Propaganda Fide, como diré en la segunda parte.


112. Y Vos, Dios mío, cuán bueno habéis sido para mí y cuán suavemente me habéis llevado por los caminos que me teníais trazados! Como el curato no era el término de mi destino, sentía un deseo grande de dejarlo e irme a las misiones para salvar almas, aunque por esto tuviese que pasar mil trabajos, aunque por ello hubiese que sufrir la muerte.




P A R T E S E G U N D A


De las misiones


(autobiografía san antonio maría claret)




C A P Í T U L O I




Del llamamiento de Dios para ir a predicar o misionar




113. Desde que me pasaron los deseos de ser Cartujo, que Dios me había dado para arrancarme del mundo, pensé, no sólo en santificar mi alma, sino también discurría continuamente qué haría y cómo lo haría para salvar las almas de mis prójimos. Al efecto, rogaba a Jesús y a María y me ofrecía de continuo a este mismo objeto. Las vidas de los santos que leíamos en la mesa cada día, las lecturas espirituales, que yo en particular tenía, todo me ayudaba a esto; pero lo que más me movía y excitaba era la lectura de la Santa Biblia, a que siempre he sido muy aficionado.


114. Había pasajes que me hacían tan fuerte impresión, que me parecía que oía una voz que me decía a mí lo mismo que leía. Muchos eran estos pasajes, pero singularmente los siguientes: Apprehendi te ab extremis terrae et a longinquis ejus vocavi te et dixi: servus es tu, elegi te et non abjeci te (Isaías, cap. 41, 9): yo te he tomado de los extremos de la tierra y te he llamado de sus lejanas tierras. Con estas palabras conocía cómo el Señor me había llamado sin mérito ninguno de parte de patria, padres ni mía. Y te dije: Siervo mío eres tú, yo te escogí y no te deseché.


115. No temas que yo estoy contigo; no declines, porque yo soy tu Dios: te conforté y te auxilié, y te amparó la derecha de mi justo (ib., 10). Aquí conocí cómo el Señor me sacó en bien de todos los apuros que he referido en la primera parte y de los medios de que se valió.


116. Conocía los grandes enemigos que tendría, y las terribles y espantosas persecuciones que se levantarían contra mí, pero el Señor me decía: He aquí que confundidos y avergonzados serán todos los que pelean contra ti: serán como si no fuesen y perecerán los hombres que te contradicen. Porque yo soy el Señor tu Dios, que te tomo por la mano y te digo: No temas que yo te he ayudado (ib., 13).


117. Yo te puse como un carro nuevo que trilla armado de dientes serradores; trillarás los montes y los desmenuzarás y reducirás como a polvo los collados (ib., 15). Por estas palabras el Señor me daba a conocer el efecto que había de causar la predicación y la misión que él mismo me confiaba. Los montes quiere decir los soberbios, racionalistas, etc., etc., y con nombre de collados quiere que entienda los lujuriosos, collados por donde todos los pecadores vienen a pasar. Yo les arg_iré y convenceré y por esto me dice: Los aventarás, y el viento los llevará y los esparcirá el torbellino, y tú te regocijarás en el Señor y te alegrarás en el Santo de Israel (ib., 16).


118. El Señor me dio a conocer que no sólo tenía que predicar a los pecadores sino también a los sencillos de los campos y aldeas había de catequizar, predicar, etc., etc., y por esto me dijo aquellas palabras: Los menesterosos y los pobres buscan aguas y no las hay; la lengua de ellos se secó de sed. Yo el Señor les oiré; yo el Dios de Israel no les desampararé (ib., 17). Yo haré salir ríos en las cumbres de los collados y fuentes en medio de los campos, y los que en el día son áridos desiertos, serán estanques de buenas y saludables aguas (ib., 18).


Y de un modo muy particular me hizo Dios Nuestro Señor entender aquellas palabras: Spiritus Dominis super me et evangelizare pauperibus misit me Dominus et sanare contritos corde (Is. 61, 1).


119. Lo mismo me sucedía al leer el profeta Ezequiel, singularmente el capítulo III. Con estas palabras: Hijo del hombre, yo te he puesto por centinela a la casa de Israel; y oirás la palabra de mi boca y se la anunciarás de mi parte (v. 18).


Si diciendo yo al impío: de cierto morirás; tú no se lo anunciares, ni le hablares para que se aparte del camino impío y viva; aquel impío morirá en su maldad, mas la sangre de él de tu mano la demandaré (v. 18).


Mas si tú apercibieres al impío y él no se convirtiere de su impiedad y de su impío camino, él ciertamente morirá en su maldad, mas tú salvaste tu alma (v. 19).


120. En muchas partes de la Santa Biblia sentía la voz del Señor que me llamaba para que saliera a predicar. En la oración me pasaba lo mismo. Así es que determiné dejar el curato e irme a Roma y presentarme a la Congregación de Propaganda Fide para que me mandase a cualquier parte del mundo.




C A P Í T U L O I I




De la salida de España




121. Muchas y grandes fueron las dificultades que tuve que vencer y superar de parte del superior eclesiástico y de la población para poder salir de la parroquia, pero con la ayuda de Dios salí. Medirigí a Barcelona con la intención de tomar pase para el extranjero y embarcarme para Roma; mas en Barcelona no me quisieron dar pase y fue preciso volverme. Me dirigí a Olost, en donde tenía un hermano, llamado José, fabricante. De allí me dirigí a la Tría de Perafita, en donde se hallaba un padre de San Felipe Neri, llamado P. Matavera, hombre de mucha experiencia, ciencia y virtud, a quien consulté mi viaje e intención que en él tenía, lo que ya había hecho para realizarlo y las dificultades tan grandes que había tocado. El buen padre me escuchó con mucha paciencia y caridad, y me animó a que continuara. Como un oráculo le oí y al instante emprendí el viaje. Con pase del interior, me dirigí a Castellar de Nuch, Tosas, Font del Picasó y Osseja; este último pueblo ya es de Francia.


122. Mi itinerario fue Castellar de Nuch, Tosas, Puerto, Font del Picasó, Osseja, Olette, Prades, Perpiñá, Narbona, Montpeller, Nimes, Marsella, en que embarqué en el vapor Tancrede; desembarqué en Civitavecchia, y finalmente, llegué a Roma.


123. Ahora diré lo que principalmente ocurrió en este viaje. Salí muy de mañana de Olost y fui a dormir a la parroquia de Castellar de Nuch. El señor cura me recibió muy bien; Dios se lo pague. Recé y me fui a descansar, pues que bien lo necesitaba después de haber caminado todo el día a pie por lugares bastante desiertos. El día siguiente, tempranito, celebré misa y me fui a Tosas. Aquí nos dijeron que en el Puerto había ladrones. Me detuve hasta que nos dijeron que ya se habían retirado. Emprendí la subida al Puerto, y un poco antes de llegar al collado en que está la Fuente del Picasó, me salió un hombre que me gritó: ¡alto! y me apuntó con un fusil; se acercó, se me puso al lado y me dijo que me había de acompañar al señor comandante. En efecto, me acompañó a uno que dirigía una partida de diez hombres armados, me hizo varias preguntas y yo le contesté con mucha entereza. Me preguntó si llevaba pase; le contesté que sí y se lo presenté y me lo devolvió. Me dijo que por qué no había pasado por Puigcerdá. Yo le contesté que para mí lo mismo era ir por Puigcerdá que por otro camino, porque quien va bien despachado puede pasar por donde le da la gana. Yo conocí que los embarazaba.


124. Al mismo tiempo observé que allá en un rincón tenían mucha gente presa, y con alguna seña que les harían todos se fueron marchando, mientras los armados estaban hablando conmigo. Finalmente, el comandante dijo que me habían de llevar a Puigcerdá y me habían de presentar al Sr. Gobernador. Yo le dije que no tenía por qué temer al Sr. Gobernador, que más bien debían temer ellos de haber detenido a quien viaja bien despachado según ley. Ellos empezaron a marchar a Puigcerdá formados en fila; ellos andaban aprisa, yo poquito a poco, y al ver que no les daba cuidado, hice este pensamiento: Si ellos se te hubiesen querido llevar, te habrían puesto delante o en medio de la fila; pero te han dejado el último; esto quiere decir que te marches. En efecto, sin decirles cosa alguna, me volví para atrás y me dirigí a Francia. Después de haber andado así algunos pasos, el mismo que me había preso se volvió, y al ver que me iba me llamó y se echó a correr, y al llegarse a mí me dijo con voz baja: No lo diga a nadie. Yo le dije: Vayan ustedes con Dios.


125. ¡Oh, cuántas gracias debo dar al Señor, que me libró a mí y a aquellas gentes que estaban presas! Y para mayor gloria de Dios debo decir que pocos días antes habíamos quedado convenidos con un joven ordenando que los dos juntos saldríamos para Roma: llegó el día señalado; aquel joven no compareció y me mandó decir que no le esperase, que él no podía ir conmigo. Con este aviso yo me marché solo, y me sucedió lo que he dicho. El salió después de pocos días, y al pasar por este mismo lugar, aquellos mismos ladrones le cogieron, le robaron todo el dinero que llevaba, y para mejor registrarle, le hicieron desnudar, hasta le quitaron la camisa, como él mismo me lo refirió la primera vez que nos vimos, que fue en el puerto de Marsella. ¡Cuántas gracias debo dar a Dios! ¡Bendito seáis, Padre mío, por la grande providencia y cuidado que siempre y en todas partes habéis tenido de mí!




C A P Í T U L O I I I




De lo que ocurrió al entrar y pasar por Francia




126. Aquella misma tarde que Dios nuestro Señor y la Santísima Virgen me libraron de los ladrones, por ser sábado, entré en el primer pueblo de Francia, que se llama Osseja. Fui muy bien recibido. Como llevaba pase del interior de España se me lo quedaron y me dieron uno de refugiado. Con ese pase emprendí el viaje, pasé por un pueblo llamado Olette y me instaban mucho para que me quedase allí; pero mi deseo era ir a Roma. De Olette pasé a Prades, y también hallé gente que me recibieron con toda caridad. De aquí pasé a Perpiñán. Aquí me cambiaron el pase y me dieron uno para Roma, y también fui muy bien recibido de gente que yo nunca había visto ni conocido. Pasé por Montpellier, Nimes y demás poblaciones, y al paso que iba, solo y sin recomendación, en todas partes hallaba sujetos desconocidos quienes parece que me estaban esperando. ¡Bendita sea la Providencia que Dios tiene de todas sus criaturas, singularmente sobre mí!


127. Al llegar a Marsella, un sujeto se juntó conmigo por el camino. Me llevó a una casa en que estuve muy bien durante los cinco días que tuve que estar en Marsella para esperar embarcación. Al día siguiente, al salir de casa para ir al cónsul español, como tenía obligación, para que me refrendara el pase, al primero que encontré le pregunté por la calle en que me habían dicho vivía el cónsul, y este mismo señor a quien pregunté, no sólo me dijo la calle, sino que, al verme solo, tuvo la amabilidad de venirme a acompañar. El habló por mí y me despacharon muy bien y me volvió a acompañar a mi posada; y en todos aquellos cinco días, mañana y tarde, me venía a buscar a mi cuarto y me acompañaba a visitar las iglesias, camposanto y todo lo más precioso que hay en aquella población en materia de Religión, pues que de edificios y cosas profanas ni siquiera me habló jamás.


128. Finalmente, llegó la hora de la embarcación, que fue la una de la tarde. Un poco antes se presentó en mi cuarto, cogió mi hatillo y de todos modos lo quiso llevar, y así, los dos solitos, nos dirigimos al puerto y frente al buque nos despedimos; pero todos aquellos cinco días estuvo conmigo tan fino, tan atento, tan amable y tan ocupado de mí, que parecía que su gran Señor le enviaba para que me cuidara con todo esmero; más parecía ángel que hombre; tan modesto, tan alegre y grave al mismo tiempo, tan religioso y devoto, que siempre me llevaba a los templos, cosa que a mí me gustaba mucho; nunca me habló de entrar en ningún café ni cosa semejante, ni jamás le vi comer ni beber, porque a estas horas se iba y me dejaba y luego volvía.




C A P Í T U L O I V




De lo que ocurrió en el buque




129. A la una de la tarde me embarqué, y antes había rezado vísperas y completas, para no exponerme a rezar mal por motivo de las maniobras que siempre hay que hacer en las primeras horas, y quizás a no poder rezar en caso de marearme. Al llegar al buque, donde había mucha gente de varias naciones que hacían aquella travesía, oí a unos que hablaban en castellano, y me dio una gran alegría y les pregunté ¿Son ustedes españoles? Me contestaron que sí y me explicaron que eran religiosos benedictinos que habían salido de Navarra por motivo de lo que había hecho el general Maroto, y que se iban a Roma; me contaron las penas y trabajos que habían pasado y la miseria actual en que se hallaban. También me dijeron que en el mismo buque había otro español, catalán, que estaba muy afligido; que al pasar la frontera le habían robado. Cabalmente éste era el que había de venir conmigo y me faltó a la palabra. Le vi y estaba hecho una miseria; le consolé como pude. En estas conversaciones pasamos la tarde y principios de la noche.


130. Como mi viaje a Roma no era por recreo, sino para trabajar y sufrir por Jesucristo, consideré que debía buscar el lugar más humilde, más pobre y donde tuviese más oportunidad de sufrir. Al efecto, pagué el flete de andar sobre cubierta y a la parte de la proa, que es el lugar más pobre y barato de la embarcación. Después de haberme retirado solo a rezar el Rosario y demás devociones, busqué un puesto para descansar un poco y no hallé otro más a propósito que un montón de cuerda arrollada, en que me senté, y descansé la cabeza sobre un cañón de artillería que estaba en la tronera del lado del buque.


131. En esta posición meditaba cómo estaría Jesucristo descansando cuando iba embarcado con sus discípulos, y esta meditación fue tan propia, que aun el Señor quiso que fuese algo parecida en la tempestad; porque estando ya descansando, se levantó tan recia tempestad que el agua entraba dentro del buque. Yo, sin moverme, sentado sobre aquella rueda o montón de cuerda, me puse el capote encima de la cabeza, y el hatillo con la provisión y sombrero encima el regazo arrimado al cuerpo, teniendo la cabeza un poco inclinada por delante a fin de que se escurriese el agua, que me venía encima, de las olas que se estrellaban contra el buque. Así es que cuando oía el golpe de la ola yo inclinaba la cabeza, daba la espalda y me caía encima el agua.


132. Así pasé toda la noche hasta el amanecer en que vino la lluvia y calmó la tempestad, y si antes me había mojado con el agua del mar, después me mojé con el agua dulce de la lluvia. Todo mi equipaje consistía en una camisa, un par de medias, un pañuelo, la navaja de afeitar y un peine, el Breviario y la santa Biblia de un volumen muy pequeño. Mas como a los que van encima cubierta, no se les da nada de comida, es preciso que cada uno lleve su provisión para el viaje. Como yo ya lo sabía. antes de embarcarme hice en Marsella mi provisión, que consistía en una torta de pan de alguna libra y un pedazo de queso. Esta fue toda mi provisión para los cinco días de embarcación de Marsella a Civitavecchia, entre las escalas que hicimos y las tempestades que tuvimos. Y como la tempestad fue tan larga y fuerte, cavó mucha agua encima, de modo que me caló todo el capote y me mojó el pan y el queso, y así lo tuve que comer, y no obstante de estar muy salado, como tenía bastante hambre, me sabía muy bien.


133. El día siguiente de la embarcación, calmada la tempestad y secada la lluvia, saqué el Breviario y recé los maitines y horas menores. Concluido el rezo, se me acercó un señor inglés, que me dijo que era católico y que amaba a los sacerdotes católicos, y después de haber hablado un rato se fue a su camarote y al cabo de poco vi que venía hacia mí con un plato en que traía una porción de duros. Yo, al verle venir, pensé: ¿Qué vas a hacer? ¿Aceptaras o no ese dinero?... Y me dije entre mí: Tú no lo necesitas, pero ya lo necesitan aquellos infelices españoles, y así los aceptarás y se los repartirás. Y, en efecto, así lo hice; los acepté, le di las gracias y fui a repartir aquellos duros entre aquellos infelices, que al instante se fueron a la cocina o repostería y compraron y comieron cuanto habían menester.


134. Otros señores viajeros hicieron lo mismo; también me dieron, y yo todo se lo repartí entre ellos, por manera que yo no me quedé un marevadí para mí, siendo así que para mí me lo daban, ni comí un bocado de lo que ellos habían comprado para comer; me contenté con mi pan mojado de agua del mar. Aquel señor inglés, al verme a mí tan pobre y desprendido y que aquellos comían de lo que habían comprado con el dinero que yo les había distribuido y que yo no comía nada, manifestó quedar tan edificado, que me vino a decir que él se desembarcaría en Livorno y que después, por tierra iría a Roma, y en un papel me dio escrito su nombre y el palacio adonde iba a vivir, y que fuese a verle y que me daría cuanto necesitase.


135. Toda esta aventura me confirmó en la persuasión en que yo estaba, que, para edificar y mover a las gentes, el mejor y más eficaz medio es el ejemplo, la pobreza, el desprendimiento, el no comer, la mortificación, la abnegación. Este señorón inglés, que andaba con lujo asiático, dentro del buque llevaba el coche, criados, pájaros, perros, que parece que mi aspecto le había de excitar el desprecio; pero al ver un sacerdote pobre, desprendido, mortificado, le movió de tal manera, que él mismo no sabía cómo manifestar la afectación. Y no sólo él, sino también todos los viajeros, que no eran pocos, todos me manifestaron respeto y veneración; y quizás si me hubiesen visto que en la mesa alternaba con ellos y que me las echaba de rico y garboso, me habrían murmurado y despreciado, como he visto que lo han hecho con otros; por manera que la virtud es tan necesaria al sacerdote, que aun los malos quieren que nosotros seamos buenos.


136. Después de cinco días de embarcación llegamos a Civitavecchia, y de allí nos dirigimos a Roma y llegamos 1 sin novedad por la bondad y misericordia de Dios. ¡Oh cuán buenos sois, Padre mío! ¡Quién acertara siempre a serviros con toda fidelidad y amor! Dadme continuamente vuestra gracia para conocer lo que es de vuestro agrado y fuerza de voluntad para ponerlo por obra! ¡Ay Señor y Padre mío, no deseo más que conocer vuestra santísima voluntad para cumplirla, no quiero otra cosa más que amaros con todo fervor y serviros con toda fidelidad! ¡Madre mía, Madre del amor hermoso, ayudadme!...




C A P Í T U L O V




De la llegada a Roma


y entrada en el Noviciado de la Compañía de Jesús




137. Serían las diez de la mañana cuando llegamos a Roma. Los religiosos se fueron a un convento de su Orden y nos separamos. Yo y el ordenando catalán nos fuimos al convento que más pronto hallamos a preguntar en dónde había ordenandos catalanes. Nos acercamos a la portería del convento de la Transpontina, que son Religiosos Carmelitas, y preguntamos al hermano portero si en aquel convento había algún religioso español, y nos contestó que sí, que el Padre principal, que se llamaba Rmo. Comas, era español catalán. Fuimos a su celda y nos recibió muy bien. Le preguntamos si sabía en dónde había catalanes ordenandos y él nos dijo que en el convento de San Basilio, y tuvo la caridad y amabilidad de acompañarnos, no obstante de distar cerca de una hora la Transpontina de San Basilio.


138. Los catalanes ordenandos nos recibieron muy bien, no obstante de no habernos jamás visto ni conocido. Yo, desde luego, empecé a practicar las diligencias, según el objeto que me había propuesto en este viaje. No llevaba más que una carta de recomendación para el Ilmo. Sr. Vilardell, catalán, Obispo del Líbano, consagrado hacía poco, y cuando llegué a Roma ya había salido para su destino. Me dirigí al Emmo. señor Cardenal de Propaganda Fide, y cabalmente en aquellos días había salido al campo y me dijeron que por todo el mes de octubre estaría fuera. Yo creí que aquello era providencial a fin de que tuviese tiempo para hacer los ejercicios espirituales que cada año hacía desde que era estudiante, y este año aún no había podido hacer por razón del viaje.


139. Al efecto, me dirigí a un padre de la casa Profesa de la Compañía de Jesús, me alabó el pensamiento de hacer los ejercicios, me entregó el libro de los Ejercicios de San Ignacio por el cual los había de hacer, me dio los consejos que creyó necesarios y empecé los ejercicios. En los días que él me señaló le daba cuenta de mi espíritu, y a los últimos días me dijo: Ya que Dios Nuestro Señor le llama a las misiones extranjeras, mejor sería que usted se agregara a la Compañía de Jesús; que por medio de ella sería enviado y acompañado; que no andar solo, que es cosa muy expuesta. Yo le contesté: Que para mí bien conocía que sería mejor; pero ¡qué hago yo para que la Compañía me admita!


140. Yo tenía una idea formada de la Compañía tan alta y agigantada que ni siquiera había soñado que me admitiesen, porque yo consideraba a todos los Padres como grandes en virtud y ciencia, y yo en ambas cosas me he considerado y soy de verdad un puro pigmeo, y así lo dije al Padre que me dirigía. Entonces él me animó, y me dijo que escribiera un memorial al Padre General que vivía en la misma casa profesa.


141. Lo hice todo como él me dijo, y el día siguiente de haber entregado la solicitud, el Padre General me quiso ver. Fui allá, y así como llegué a su cuarto salía el Padre Provincial. Habló conmigo un buen rato y me dijo: Aquel Padre que salía cuando usted entraba es el Padre Provincial que vive en Sant' Ardrea de Monte Cavallo; vaya usted allá y dígale que yo le envío, y que cuanto haga, yo lo doy por bien hecho. Fui al momento, me recibió muy bien, y el día 2 de noviembre ya vivía en el noviciado... por manera que de la noche a la mañana me hallé Jesuita. Cuando me contemplaba vestido de la santa sotana de la Compañía, casi no acertaba a creer lo que veía, me parecía un sueño, un encanto.


142. Como acababa de hacer los ejercicios me hallaba muy fervoroso. Así es que todo mi afán era aspirar a la perfección, y como en el noviciado veía tantas cosas buenas, todo me llamaba la atención; todo me gustaba mucho y se me grababa en el corazón; de todos tenía que aprender y de verdad aprendía ayudado de la gracia del Señor. Yo me confundía mucho cuando veía a todos tan adelantados en la virtud y yo tan atrasado. Cuando quedé más confundido y avergonzado de mí mismo fue la noche antes de la fiesta de la Inmaculada Concepción, cuando se leía el catálogo de las obras buenas que se habían hecho en preparación de la fiesta y en obsequio de María Santísima.


143. Esto se hacía de esta manera cuando se acercaba una festividad del Señor, de la Santísima Virgen o de algún Santo especial. Cada uno, con permiso del Director espiritual, se proponía la práctica de alguna virtud, según su inclinación o necesidad particular; cada uno hacía sus correspondientes actos y continuaba así, practicando y apuntando todo lo que hacía y cómo lo hacía. Al llegar la tarde última se cerraba la lista de lo que se había hecho, en forma de cartita, y se tiraba en el buzón que había en la puerta del cuarto del Padre Rector. Luego el Padre tenía un ayudante que recogía aquellas listitas, y de ellas formaba un catálogo como una letanía que se leía por la noche en la Capilla, estando todos reunidos.


144. Esta lista estaba encabezada en estos términos: Virtudes que los Padres y Hermanos de esta casa han practicado en obsequio de María Santísima y en preparación de la fiesta de la Inmaculada Concepción. Ha habido sujeto que ha hecho tantos actos de tal virtud, de esta y de esta manera. Ha habido sujeto que ha hecho esto y esto, y de esta manera, y así iba siguiendo el catálogo de todos. De cuantas prácticas vi en aquella santa casa, ésta me pareció que era una de las mejores o de las que a mí más me gustó y aprovechó. Como no se decía el nombre de quién practicaba aquella virtud, no había peligro de vanidad de parte de él, y todos nos aprovechábamos al saber cómo lo había practicado, para hacer una cosa parecida en otra ocasión. ¡Oh cuántas veces me decía: ¡Qué bien te estaría a ti esta virtud! La has de poner por obra. Y así lo hacía ayudado de la gracia de Dios.


145. Por regla no hay mortificaciones mandadas, pero quizá en ninguna religión se practican más que en la Compañía. Unas se ven, otras no; pero todas se han de hacer con la venia del Director. Los viernes todos ayunaban, el sábado casi también, porque por la noche, además de la ensalada, pasaban un huevo para cada uno, pero nadie lo tomaba. Los postres, los más los dejaban o tomaban muy poco. De los demás platos también dejaban mucho y siempre dejaban lo que más les gustaba. Había observado que todos comían muy poco en todos los días, y los Padres más graves siempre eran los que comían menos.


146. Había uno que se llamaba el Padre espiritual, y lo era de la casa. que casi cada día de la semana, menos los domingos, no comía más que pan, ni bebía otra cosa que agua, y estando arrodillado delante de una mesa más bajita en medio del refectorio y en esta postura estaba mientras duraba la comida o la cena de la Comunidad. El que miraba aquel hombre tan venerable arrodillado delante de una mesita de pan y agua, ¡cómo no se había de avergonzar de estar sentado y comer regaladamente!


147. Había un Padre que hacía de portinaro o cabo, y los miércoles, viernes y sábados y vigilias de fiestas principales, pasaba un cuadernito en blanco en que cada uno ponía brevemente lo que deseaba hacer, v. gr.: El Padre o el Hermano tal desea comer en el suelo besar los pies bendición de mesa y gracias con los brazos en cruz servir a la mesa lavar los platos, etc.


Todo esto se hacía sin faltar al silencio, y se practicaba de esta manera. Cuando era la hora pasaba el portinaro, tocaba y abría la puerta del cuarto y se quedaba fuera, salía el Padre a la puerta, tomaba el cuadernito, se iba a su mesa y en un solo renglón escribía lo que intentaba practicar, y devolvía el cuadernito, y así pasaba por todos. Luego se presentaba al Rector y éste decía: Fulano y Fulano, sí; los otros, no. Volvía a pasar el portinaro, tocaba y abría la puerta y desde allí con la cabeza indicaba sí o no.


148. Además de estas mortificaciones exteriores había otras ocultas, como eran cilicios, cadenillas de brazo, muslo, disciplinas, etc., etc.; fregar vasos humildes, excusados, faroles, quinqués, etc., etc., pero para todo se necesitaba permiso.


149. Había ciertas mortificaciones que ellos daban sin uno pedir y casi sin conocer. Diré algunas que pasaron por mí. Yo nunca he sido aficionado al juego, y por lo mismo me hacían jugar todos los jueves en que nos hacían ir a una huerta. Yo, con toda sencillez, supliqué al P. Rector que tuviera la bondad de dejarme estudiar u orar en lugar de jugar, y me contestó redondamente que jugase, y que jugase bien. Yo puse tanto cuidado en jugar bien, que ganaba todas las partidas.


150. Vi en cierta ocasión a un sacerdote de la casa que todos los días festivos tenía que celebrar la misa muy tarde, y conocí que el tener que estar tanto tiempo en ayunas le tenía algún tanto molesto, aunque él no se quejaba por esto. Yo, movido de compasión, dije al Superior que, si era su gusto y voluntad, yo diría la misa tarde, porque a mi no me daba pena el desayunarme tarde, y aquel sacerdote la podría celebrar en la hora que yo la celebraba, que era una hora muy cómoda. Me dijo que ya vería, y el resultado fue que después siempre me la hicieron celebrar más temprano que antes.


151. Ya he dicho que cuando fui a Roma sólo llevaba el Breviario de todo el año y una Biblia de letra pequeña para leerla todos los días, aun de viaje, porque siempre he sido aficionado a la lectura de la Santa Biblia. Pues bien, al llegar al Noviciado me colocaron (en una celda) que había todos los libros que había menester, menos la Biblia, que yo tanto apreciaba. Cabalmente, con la ropa de mi uso se llevaron también la Biblia que yo había traído; la pedí y me dijo: Bien; Pero la Biblia jamás la vi hasta que tuve que salir por enfermo, que entonces me la devolvieron.


152. Muy grande favor me hizo el Señor en llevarme a Roma, y en introducirme, aunque (por) poco tiempo, entre aquellos padre y Hermanos tan virtuosos. ¡Ojalá me hubiese yo aprovechado!, Pero si no me ha aprovechado a mí, me ha servido mucho para hacer el bien en los prójimos. Allí aprendí el modo de dar los Ejercicios de San Ignacio, el método de predicar, catequizar y confesar con grande utilidad y provecho. Allí aprendí otras cosas que con el tiempo me han servido mucho. ¡Bendito seáis, Dios mío, que tan bueno y misericordioso habéis sido conmigo! Haced que os ame, que so sirva con todo fervor y que os haga amar y servir en todas las criaturas. ¡Oh criaturas todas, amad a Dios, servid a Dios! Probad y ved por experiencia cuán suave es amar y servir a Dios. ¡Oh Dios mío! ¡Oh bien mío!




C A P Í T U L O V I




De las oraciones que escribí estando en el Noviciado




153. Como en las recreaciones no se hablaba de otra cosa que de virtudes, de la devoción a María Santísima y de la manera de ganar almas para el cielo, así es que en aquellos días prendió en mí tan fuertemente la llama del celo de la mayor gloria de Dios y de la salvación de las almas, que me tenía enteramente devorado. Yo me ofrecía enteramente a Dios sin reserva, yo pensaba y discurría continuamente qué haría para el bien de mis prójimos, y ya que no llegaba el tiempo de trabajar, me empleaba en orar. Entre otras cosas, escribí estas dos oraciones:


154. [Primera oración].- ¡Oh Santísima María, concebida sin mancha original, Virgen y Madre del Hijo de Dios vivo, Reina y Emperatriz de cielos y tierra! Ya que sois Madre de piedad y misericordia, dignaos volver esos vuestros tiernos y compasivos ojos hacia este infeliz desterrado en este valle de lágrimas, angustias y miserias, que, aunque desgraciado, tiene la dichosa suerte de ser hijo vuestro. ¡Oh Madre mía, cuánto os amo! ¡Cuánto os aprecio! ¡Oh, cuanta es la confianza que en Vos tengo de que me daréis la perseverancia en vuestro santo servicio y la gracia final¡


155. Al propio tiempo, Madre mía, os suplico y pido la destrucción de todas las herejías, que están devorando el rebañó de vuestro santísimo Hijo; acordaos, oh piadosísima Virgen, que Vos tenéis poder para acabar con todas ellas; hacedlo por caridad, por aquel grande amor que profesáis a Jesucristo, Hijo vuestro; mirad que estas almas, redimidas con el precio infinito de la sangre de Jesús, vuelven otra vez en poder del demonio, con desprecio de vuestro Hijo y de Vos.


156. Ea, pues, Madre mía, ¿qué falta? ¿Queréis acaso un instrumento del que valiéndoos pongáis remedio a tan gran mal? Aquí tenéis uno, y al mismo tiempo que se conoce el más vil y despreciable, se considera el más útil a este fin, para que así resplandezca más vuestro poder y se vea más visiblemente que sois Vos la que obráis y no yo. Ea, amorosa Madre, no perdamos tiempo; aquí me tenéis, disponed de mí; bien sabéis que soy todo vuestro. Confía que así lo haréis por vuestra gran bondad, piedad y misericordia, y os lo ruego por el amor que tenéis al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Amén.


157. Otra oración.- ¡Oh inmaculada Virgen y Madre de Dios, Reina y Señora de la gracia! Dignaos por caridad dar una compasiva mirada a este mundo perdido. Reparad cómo todos han abandonado el camino que se dignó enseñarles vuestro santísimo Hijo; se han olvidado de sus santas leyes y se han pervertido tanto, que se puede decir: Non est qui faciant bonum, non est usque at unum. Se ha extinguido en ellos la santa virtud de la fe, de suerte que apenas se encuentra sobre la tierra. ¡Ay! Extinguida esta divina luz, todo es obscuridad y tinieblas, y no saben dónde caen. Sin embargo, agolpados van con paso apresurado por el ancho camino que les conduce a la eterna perdición.


158. ¿Y queréis Vos, Madre mía, que yo, siendo un hermano de estos infelices, me mire con indiferencia su fatal ruina? ¡Ah, no¡ Ni el amor que tengo a Dios, ni el amor al prójimo lo pueden tolerar; porque ¿cómo se dirá que yo tengo caridad o amor de dios si, viendo que mi hermano está en necesidad, no lo socorro? ¿Cómo tendré caridad si sabiendo que en un camino hay ladrones y asesinos que roban y matan a cuantos pasan, no obstante no se lo advierto a los que se dirigen allá? ¿Cómo tendré caridad si, sabiendo que los carnívoros lobos están degollando a las ovejas de mi amo, callo? ¿Cómo tendré caridad si enmudezco al ver cómo roban las alhajas de la casa de mi Padre, alhajas tan preciosas que cuestan la sangre y la vida de un Dios, y al ver que han pegado fuego a la casa y heredad de mi amadísimo Padre?


159. ¡Ah!, no es posible callar, Madre mía, en tales ocasiones; no, no callaré, aunque supiese que de mí han de hacer pedazos; no quiero callar; llamaré, gritaré, daré voces al cielo y a la tierra a fin de que se remedie tan gran mal; no callaré; y si de tanto gritar se vuelven roncas o mudas mis fauces, levantaré las manos al cielo, espeluznaré mis cabellos, y los golpes que con los pies daré al suelo suplirán la falta de mi lengua.


160. Por tanto, Madre mía, desde ahora ya comienzo a hablar y a gritar; ya acudo a Vos; sí, a Vos, que sois Madre de misericordia; dignaos dar socorro a tan grande necesidad; no me digáis que no podéis, porque yo sé que en el orden de la gracia sois omnipotente. Dignaos, os suplico, dar a todos la gracia de la conversión, pues que sin ésta no haríamos nada, y entonces enviadme y veréis cómo se convierten. Yo sé que daréis esta gracia a todos los que de veras la pedirán; pero si ellos no la piden, es porque no conocen su necesidad, y tan fatal es su estado, que ni conocen lo que les conviene, y esto cabalmente me mueve aún más a compasión.


161. Por tanto, yo como primero y principal pecador, la pido para todos los demás y me ofrezco por instrumento de su conversión. Aunque esté destituido de toda dote natural para este objeto, no importa, mitte me, así se verá mejor que gratia Dei sum id quod sum. Tal vez me diréis que ellos, como enfermos frenéticos, no querrán escuchar al que les quiere curar, antes bien me despreciarán y perseguirán de muerte. No importa, mitte me, porque cupio esse anathema pro fratribus meis. O bien me diréis que no podré sufrir tantas impertinencias de frío, calor, lluvias, desnudez, hambre, sed, etc., etc. No hay duda que de mi parte nada puedo soportar, pero confío en Vos y digo: Omnia possum in ea quae me confortat.


162. ¡Oh María, madre y esperanza mía, consuelo de mi alma y objeto de mi amor! Acordaos de las muchas gracias que os he pedido, y todas me las habéis concedido. ¿Cabalmente ahora hallaré agotado ese manantial perenne? No, no se ha oído ni se oirá jamás que ningún devoto vuestro haya sido reprochado de Vos. Ya veis, Señora, que todo esto que os pido se dirige a la mayor gloria de Dios y vuestra y al bien de las almas; por esto lo espero alcanzar y lo alcanzaré, y para que os mováis a concedérmelo más pronto, no alegaré méritos míos, porque no tengo sino deméritos; os diré, sí, que como Hija que sois del Eterno Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo, es muy conforme que celéis el honor de la Santísima Trinidad, de la que es viva imagen el alma del hombre, y además esa misma imagen es bañada con la sangre de Dios humanado.


163. Habiendo Jesús y Vos hacho tanto por ella, ¿ahora la abandonaréis? Es verdad que de este abandono es merecedora; mas por caridad os suplico que no la abandonéis; os lo pido por lo más santo y sagrado que hay sobre el cielo y la tierra; os lo pido por aquel mismo a quien yo, aunque indigno, hospedo todos los días en mi casa, le hablo como amigo, le mando y me obedece, bajando a mi voz del cielo. Este es el mismo Dios que os preservó de la culpa original, que se encarnó en vuestras entrañas, que os colmó de gloria en el cielo y os hizo abogada de los pecadores; y éste, no obstante de ser Dios, me oye, me obedece cada día; pues oídme Vos, a lo menos esta vez, dignaos concederme la gracia que os pido. Confío que lo haréis, porque Vos sois mi Madre, mi alivio, mi consuelo, mi fortaleza y todas las cosas después de Jesús. ¡Viva Jesús, viva María! Amén.


164. Jaculatoria.- ¡Oh Jesús y María! El amor que os tengo me hace desear la muerte para poder estar unidos en el cielo; pero es tan grande este amor, que me hace pedir larga vida para ganar almas para el cielo. ¡Oh amor! ¡Oh amor! ¡Oh amor! Estas dos oraciones, como he dicho, las escribí en el Noviciado de Roma. El P. Ministro las vio y le gustaron. Todo sea para la gloria de Dios y la salvación de las Almas.




C A P Í T U L O V I I




De la salida de Roma y llegada a España




165. Me hallaba yo muy contento en el Noviciado, estando siempre ocupado en las conferencias que hacíamos de catequizar, predicar y confesar. Además, todos los viernes íbamos al Hospital de San Giácomo a confesar a los enfermos, y los sábados a predicar en la cárcel a los presos. Yo entré en el Noviciado el día 2 de Noviembre de 1839, día de Animas, y, pasado el día 2 de Febrero, día de la Purificación de María Santísima del año 1840, esto es, cuatro meses después de haber entrado, empezamos los Ejercicios de San Ignacio, que duraron un mes. Yo los empecé con muchísimo gusto y con grandes deseos de aprovecharme bien de ellos.


166. Así iba siguiendo y adelantando, cuando he aquí que un día me vino un dolor tan grande en la pierna derecha, que no podía caminar. Fue preciso ir a la enfermería. Me aplicaron los remedios oportunos y me alivié algún tanto, pero no del todo, y se temieron que quedaría tullido. Al verme así, el P. Rector me dijo: Lo que pasa en V. No es natural, pues que tan contento, alegre y sano como ha estado siempre, y ahora cabalmente en estos días esa novedad, me hace pensar que el Señor quiere alguna otra cosa de V. Y me dijo: Si le parece bien, se consultará con el P. General, que es tan bueno y que tantos conocimientos (tiene) de Dios; le consultaremos. Yo le contesté que me parecía muy bien y me presenté a él. Me oyó con mucha atención, y, después de haber oído mi narración de todo lo ocurrido, me dijo con toda resolución, sin titubear: Es la voluntad de Dios que V. Vaya pronto a España; no tenga miedo, ánimo.


167. Con esta tan terminante resolución no hubo otro remedio que volver para España. Y con el tiempo se conoció que el P. General estaba inspirado cuando me dijo estas palabras. Y en una de las cartas que me escribió me decía: Dios le llevó a la Compañía no para que se quedase en ella, sino para que aprendiese a ganar almas para el cielo. A mediados del mes de marzo salí de Roma en dirección a Cataluña. Los PP. De la Compañía querían que fuese a fijarme en la ciudad de Manresa, y el Rmo. P. Fermín de Alcaraz quería que fuese a Berga, en que se estaban dando misiones, dejándome, no obstante, en entera libertad, según las circunstancias de aquellos tiempos. Me puse en observación desde Olost; de Olost pasé a Vich, y el Superior me dijo que (no) debía ir a ninguno de estos dos puntos, sino que pasase a Viladrau, y al efecto me dio el nombramiento de Regente, y fui el día 13 de mayo. Aquí me acabé de restablecer de mis males.


168. En la Parroquia de Viladrau había un cura párroco anciano e imposibilitado, y además había un teniente cura de la misma población. Todas las temporalidades iban a cuenta del Cura; a mí me daba la subsistencia nada más y yo cuidaba de lo espiritual. Mas como había teniente cura, en mi ausencia cargaba él con toda la parte espiritual. Y así me vino muy bien para empezar desde allí las misiones.


169. ¡Cuán admirable es la Providencia del Señor, cómo me libró de ir a Berga, en donde indispensablemente me habría comprometido con el mero hecho de ir allá, en que de asiento estaban los realistas! ¡Bendito seáis, Dios mío, que todo lo habéis dispuesto del modo mejor para gloria vuestra y salvación de las almas!




C A P Í T U L O V I I I




Del principio de las misiones


y de la curación de enfermedades




170. Establecido en la Parroquia de Viladrau de regente, cuidaba del mejor [modo] que sabía del bien espiritual de aquellas almas. (En) los domingos y fiestas explicaba el Evangelio por la mañana en la Misa mayor y por la tarde enseñaba el catecismo a los chicos y grandes de ambos sexos. Todos los días visitaba a los enfermos, y como Viladrau no era pueblo fortificado, así es que cada rato venía uno y otro partido; y como los médicos, por lo regular, son hombre de noticias, de aquí es que fueron perseguidos de todos los partidos, y así quedó la población sin ningún médico.


171. Y así me fue preciso hacer yo de médico corporal y espiritual, ya que por os conocimientos que tenía, ya por los estudios que hacía en los libros de medicina que me procuré; y cuando se presentaba algún caso dudoso, miraba los libros, y el Señor de tal manera bendecía los remedios, que de cuantos visité ninguno murió. Y así fue cómo empezó a correr la fama que yo curaba, y venían enfermos de diferentes lugares.


172. En esta Parroquia de Viladrau empecé las Misiones el día 15 de agosto del año 1840, [en] que hice la novena de la Asunción de la Virgen María. Después hice otra misión en la parroquia de Espinelvas, a una hora larga de Viladrau. Luego pasé a la parroquia de Seva; ésta ya fue más ruidosa. Fue mucha la gente que concurrió y que se convirtió e hizo confesión general. Aquí empecé a tomar fama de misionero.


173. Por noviembre hice el novenario de Animas en Igualada y Santa Coloma de Queralt, con grandísima aceptación. Y así estuve en Viladrau ocho mese saliendo y volviendo; pero no fue posible continuar por más tiempo, porque, como he dicho, mientras me hallaba en la población visitaba cada día a todos los enfermos, y todos sanaban, y sólo se morían los que enfermaban en mi ausencia. Así es que, cuando volvía, se me presentaban los parientes y me decían, como Marta y María al Salvador: Domine, si fuisses hic, frater meus non fuisset mortuus, y como no podía resucitar a los finados como Jesús, muertos quedaban. Y eso me afligía mucho al ver las lágrimas de las gentes y al oír las razones que alegaban para que no saliese de la Parroquia a predicar.


174. Y esto me obligó a pedir al Superior que me exonerara del encargo de Regente y me dejase libre de curatos y que [me] contase pronto a su disposición para ir a predicar a donde quisiese. Y así lo hizo, y me separé de Viladrau, con grande sentimiento de toda la gente por las curaciones que Dios N. S. Por mí obraba, pues que yo conozco que aquello era más que natural. Yo no me introducí a curar enfermos para ganar dinero ni otra cosa que lo valiera, pues nunca acepté cosa alguna; sólo lo hacía por necesidad y por caridad.


175. Por el verano había niños que estaban enfermos, y con sólo una vez de aplicarles el remedio, ya quedaban sanos. A un joven de 25 años que ya se hallaba sin sentido y a punto de expirar, visité a la una de la noche, le apliqué un simple remedio, cobró los sentidos y a los dos días ya estaba curado completamente.


176. En un arrabal de la población de Viladrau había una mujer casada que padecía dolor reumático; y sufría tanto, que la violencia del mal le había encogido los nervios, de tal modo que la infeliz se había vuelto como una pelota. No obstante este lastimoso estado, concibió, pero los trabajos fueron a los nueve meses para el parto. Cabalmente se cumplía este tiempo mientras me hallaba en la parroquia de Seva haciendo un novenario de almas, y como sabían el día que había de volver, me salieron al encuentro y me dijeron que aquella mujer se hallaba en dolores de parto y sin esperanzas de vida, y, por lo mismo, el Señor Teniente Cura le había administrado los sacramentos de penitencia, viático y extremaunción y que no faltaba más que expirar. Pero los de la casa de la enferma y aun la misma e.ferma todos me deseaban ver. Al momento fui a la casa a verla; sin llegar al curato, conocí su crítica situación y el remedio que se debía aplicar. Pero yo dije a su marido que no lo debía hacer, que era indispensable ir a la población de Taradell a buscar un médico cirujano. Fueron por él con una carta mía que le explicaba todo lo que había, y el médico, al leer la carta, vio que era tan desesperado el caso, que se excusó y no quiso venir. Me dieron la respuesta, y entonces dije yo a los de la casa que cogieran ciertas hervidas, y el resultado fue que parió muy bien, y con el desarrollo aun se curó del reuma y se puso buena, de manera que al cabo de unos pocos días por sí misma vino a Misa.


177. También se curó un joven de diez y seis años tullido completamente, que ya no hacían remedio ninguno, teniendo por inútil cuanto se practicase. Al pasar un día por la calle, le vi a la puerta y pregunté su madre qué tenía y cuánto tiempo hacía que se hallaba así, y me contestó... Yo le dije: Practicad esto y esto, y a los pocos días ya le vi curado en la Iglesia que oía la Santa Misa.


178. En aquella población y en sus alrededores hay muchas jóvenes de quince a diez y nueve años que sufren de una enfermedad que llaman espatlladas o naurella, y es que con los esfuerzos que hacen amasando el pan o yendo por agua, leña u otras cosas fatigosas sobre sus fuerzas, las vegiguitas de la fuerza sufren una cisura , que después les da mucho que sentir. Y como el que sufre busca remedio, y no hallándolo en los médicos se van a ciertos curanderos que con sus charlatanerías dicen que curan y no es así, les cobran dinero y muy comúnmente hacen cosas poco decentes con tales enfermas; yo viendo o sabiendo esto, encomendé el negocio a Dios Nuestro Señor, y me ocurrió el remedio que se había de aplicar, que consistía en un parche y guardar quietud por unos pocos días, con cuyo remedio todas sin excepción curaban; pero como se sabía las acciones poco decentes que hacían con el pretexto de curar, por miedo que se creyera que yo hacía otro tanto, me valí de este remedio. Había en la misma población una viuda anciana muy virtuosa y le dije: Cuando venga alguna joven acompañada de su propia madre que diga que es espatllada, le aplicará un parche de esta y esta manera. Y así todas las que , acompañadas de sus madres, me venían a suplicar para curar de esta enfermedad, las remitía a aquella viuda, y ella las aplicaba el parche, y todas curaban, y así yo no me comprometía.


179. Como aquella población había sido tan trabajada por la guerra civil, pues que a lo menos había sido saqueada trece veces, había habido sorpresas de unos y otros, fuegos y muertes, de cuyas resultas y de espantos, tristezas y disgustos, había muchas gentes, y singularmente mujeres, (que tenían) enfermedades histéricas que las hacían sufrir mucho, me venía a hablar. Yo hice tomar aceite común con algunas cosas que hacía hervir en dicho aceite, y con él se daban por sí mismas cierta unción, y todas quedaban curadas.


180. Permaneciendo en Viladrau, todos los enfermos de la población y muchos que de fuera traían, todos queda[ban] curados. Y como se extendió de aquí la fama, así es que en todas las poblaciones adonde iba se me presentaban muchísimos enfermos de toda clase de enfermedades; y como eran tantos los enfermos y tan diversos los males y, por otra parte, yo me hallaba tan ocupado en predicar y confesar, no tuve por conveniente en señalar remedios físicos. Les decía que les encomendaría a Dios y entre tanto les hacía la señal de la santa cruz y les decía estas palabras: Super aegros manus imponet et bene habebunt. Y decían que quedaban curados.


181. Yo estoy que curaban por la fe y confianza con que venían, y Dios N. S. Les premiaba su fe con la salud corporal y espiritual, porque les exhortaba a que se confesasen bien de todos sus pecados, y ellos lo hacían. Y además, el Señor así lo hacía también no por mis méritos, que ningunos tenía, sino para dar importancia a la divina palabra que predicaba, pues que, como había pasado tanto tiempo que no habían oído más que maldades, blasfemias y herejías, Dios N. S. Les llamaba la atención con estas cosas corporales. Y, a la verdad, la gente se reunía en grandes masas, oía la divina palabra con gran fervor, hacían confesiones generales en la misma población o en otras, porque muchas (veces) era imposible oír en penitencia a cuantos deseaban y pedían confesión.


182. ¡Oh Dios mío, cuán bueno sois! Os servíais de las mismas enfermedades de cuerpo para remediar las del alma. Os valíais de este miserable pecador para curar a cuerpos y almas. Evidentemente, se veía entonces lo que dice el Profeta: Domini est salus. Sí, Señor, vuestra es la salud, y Vos la dábais.




C A P Í T U L O I X




De la curación de energúmenos y de las muchas ficciones


que hay entre los que se dice que están posesos




183. Otra clase de enfermedad había que me era más molesta y que me llevaba más tiempo. Y ésta era la de energúmenos, posesos y obsesos. En un principio que misionaba se me presentaban muchísimos que se decía estaban posesos, y sus parientes me suplicaban los exorcizara. Y como me hallaba competentemente autorizado, lo hacía, y de mil, apenas hallaba uno que pudiese estar cierto que era poseso; eran otras causas, ya físicas, ya morales, que aquí no calificaré.


184. Viendo yo que muchísimos no tenían tales demonios y, por otra parte, al ver que me hacían perder mucho tiempo, que lo necesitaba par oir las confesiones de los que se habían convertido por la predicación, me dije: Más necesario es que saque los demonios de las almas que están en pecado mortal que no del cuerpo, si es que éstos los tienen. Pensé que aquello podía ser un engaño del mismo demonio, y así me resolví a dejar los exorcismos y tomar otro camino, que era el siguiente.


185. Cuando se me presentaba alguno que me decía que estaba poseso, le preguntaba si quería curar...; si deseaba de veras curar...; si creía que, haciendo lo que yo le diría, curaría... Si me aseguraba que sí, le mandaba tres cosas: Primera, que tomara con paciencia todas las cosas, que no se enfadara nunca (porque había observado que algunos tenían histérico de resultas de su mal genio o de rabietas que cogían, y con la paciencia les calmaba)


186. Segunda, les mandaba que no bebiesen vino ni otro licor, y esto se les exigía como ayuno indispensable para echar a esa especie de demonios (pues también había hallado que algunos bebían demasiado, y para tapar sus disparates echaban la culpa a los demonios).


187. Tercera, les hacía rezar cada día, siete veces el Padrenuestro y Avemaría a la Santísima Virgen, en memoria de sus siete dolores; además que hicieran una buena confesión general de toda la vida y que después comulgaran con la más fervorosa devoción. Sea lo que fuere, lo cierto es que después de algunos días me venían a dar gracias, diciendo que ya estaban libres y curados. Yo no diré que no hay posesos. Sí los hay, y he conocido algunos, pero muy pocos.


188. En el decurso de las Misiones había hallado algunos que por los sermones se habían convertido y decían francamente que no tenían tales posesiones ni enfermedades físicas, sino ficciones, ,por diferentes fines que se proponían, ya para llamar la atención, ya para que fuesen mimados y compadecidos, por alcanzar socorro y por mil otros fines.


189. Una me decía que todo lo hacía con todo conocimiento y malicia de la voluntad, pero que hacía cosas tan raras y extraordinarias, que ella misma se admiraba, y que, sin duda, el diablo cooperaría y la ayudaría, no por posesión diabólica, sino por malicia de su corazón, pues que conocía que naturalmente aquello no lo podía hacer.


190. Otra que vivía en una ciudad muy grande me dijo que de tal manera había sabido fingir que estaba posesa, que por mucho tiempo la habían hecho los exorcismos y que durante el tiempo bastante largo de su ficción había engañado a veinte sacerdotes de los que eran tenidos por más sabios, virtuosos y celosos de la ciudad.


191. Estos y otros casos que podría referir de personas que, arrepentidas de veras y movidas de la gracia, confesaban con humildad y claridad sus fechorías y diabólicas ficciones, me hicieron andar con mucha cautela en esta materia, y por esto me valía al último de la manera que ha dicho. ¡Oh Dios mío¡ ¡Cuántas [gracias] os debo dar por haber(me) hecho conocer los ardides de Satanás y de la gente fingida! Ese conocimiento es un don de vuestra santa mano. Iluminadme, Señor, para que no yerre jamás en la dirección de las almas. Yo bien sé, Señor, que el que tiene necesidad de sabiduría, basta que os la pida, y Vos la dais con largueza y, sin echarle en cara su indignidad, se la concedéis; pero a veces, por nuestra soberbia y quizás por flojedad, no acudimos a pedirla, y entonces nos hallamos privados de ella, aun aquellos hombre que pasan plaza de sabios y grandes teólogos.




C A P Í T U L O X




192. Del cuidado que tenía que el prelado me enviase a predicar, porque estaba bien convencido de la necesidad que tiene el misionero de ser enviado para hacer fruto.


193. A mediados de enero de 1841, después de haber sido Regente en Viladrau por espacio de ocho (meses), regentando el curato y saliendo de cuando en cuando a predicar, por disposición del Prelado, en diferentes parroquias, salí finalmente para predicar continuamente en donde me enviara el Prelado, sin fijarme en ninguna parte. Mi residencia, si bien que permanecía bien poco, era (en) Vich, y desde esta Ciudad salía con una lista de poblaciones en que había de predicar.


194. No pocas veces, los Prelados de otras diócesis pedían a mi Prelado para que fuese a misionar en sus diócesis, y éste condescendía y yo iba, porque tenia por máxima inalterable de no ir jamás a predicar a ninguna parroquia ni diócesis sin la orden expresa de mi Prelado por dos razones muy poderosas: la una, porque así me llevaba por la virtud de la santa obediencia, virtud que el Señor al momento premiará; tanto es lo que le gusta. Así sabía que hacía la voluntad de Dios, que El era quien me enviaba y no mi antojo, y además veía claramente la bendición de Dios por el fruto que se hacía. La segunda razón era de conveniencia, porque como me pedían de todas partes con grande instancia, yo les satisfacía con estas solas palabras: que si el Prelado lo mandaba, iría de muy buena gana. Y así me dejaban a mí en paz, y con él se las entendían y él me enviaba a mí.


195. Conocí que nunca jamás el misionero se debe entrometer, debe ofrecerse al Prelado; debe decir: Ecce ego, mitte me, pero no debe ir hasta que el Prelado lo mande, que (será) mandato del mismo Dios. Todos los profetas del Antiguo Testamento fueron enviados por Dios. El mismo Jesucristo fue enviado de Dios, y Jesús envió a sus apóstoles. Sicut misit me Pater et ego mitto vos.


196. Y en las dos pescas milagrosas, que eran figura de las misiones, se ve la necesidad de la misión, cuándo y en qué lugar se ha de predicar para coger almas.


La primera, que nos refiere San Lucas (c. V), manifiesta la necesidad de la misión, pues que sin ella no se hace nada. Dice el Evangelista que Jesús dijo a los apóstoles: Echad vuestras redes para pescar. Simón replicó: Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido; no obstante, sobre tu palabra echaré la red. Y habiéndolo hecho cogieron tan grande cantidad de peces, que la red se rompía, por lo que hicieron (seña) a los compañeros de otra barca que viniesen y que les ayudasen. Vinieron luego y llenaron tanto de peces las dos barcas, que faltó poco para que se hundiesen. San Pedro se admiró, y Jesús le dijo: No tienes por qué admirarte ni espantarte; de hoy en adelante hombres serán los que pescarás. Aquí se ve cómo esta pesca es figura de la misión y la necesidad que tenían de ser enviados y de cuándo habían de predicar.


197. La segunda pesca milagrosa es la que hicieron después de la Resurrección de Jesús, como refiere San Juan en el capítulo XXI, que Jesucristo se les presentó desconocido después de haber pescado en vano, pues nada habían cogido. Así es que Jesús les preguntó si tenían algo de comer, y le respondieron: Nada hemos cogido ni nada tenemos. Entonces Jesús les dijo: Echad la red a la derecha y hallaréis. Echáronla, pues, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había. Contaron los peces, y eran ciento cincuenta y tres peces grandes. En esta segunda pesca se ve no sólo la necesidad de ser enviados, sino también cuándo han de predicar, y en el lugar que lo han de hacer, y la rectitud de intención que han de tener para coger almas de grandes pecadores; y no ciento cincuenta y tres, sino muchísimas, porque el 100, el 50 y el 3 son números misteriosos.


198. Esta necesidad de ser enviado y que el Prelado mismo me señalara el lugar, es lo que Dios me dio a conocer desde el principio. Y así es que, aunque los pueblos a que me enviaba eran muy malos y estaban desmoralizados, siempre se hacía grande fruto, porque Dios me enviaba, los disponía y preparaba. Y así tengan entendido los misioneros que sin la obediencia no vayan a ninguna población, por buena que sea; pero con la obediencia no tengan reparo en ir a cualquier población, por mala que sea. Por dificultades que se presenten, por persecuciones que se levanten, no teman; Dios los ha enviado por la obediencia; Él cuidará.




C A P Í T U L O X I




Del fin que me proponía cuando iba a una población


enviado por el prelado




199. Cuando iba a una población, nunca me proponía ningún fin terreno, sino la mayor gloría de Dios y la salvación de las almas. No pocas veces me veía precisado a hacerles advertir esta verdad, que conocía era el argumento que más les convencía a buenos y a malos.


200. Vosotros sabéis que los hombres casi siempre obran por alguno de estos tres fines: 1.°, por interés o dinero; 2.°, por placer; 3.°, por honor. Por ninguna de estas tres cosas estoy misionando en esta población. No por dinero, porque no quiero un maravedí de nadie, ni nada me llevaré. No por placer, porque, ¿qué placer podré tener estando fatigándome todo el día, desde la mañana, y muy de mañana, hasta la noche? Si uno de vosotros ha de estar esperando que le dé su turno al lado del confesonario para poderse confesar, si ha de aguardar tres o cuatro horas, se cansa, y yo tengo que estar todas las horas de la mañana y todas las de la tarde, y en la noche, en lugar de descansar, tengo que predicar, y esto no por un solo día, sino diez y más días, semanas, meses y años. ¡Ay, hermanos míos, pensadlo bien!...


201. ¿Será quizá el honor? No. Tampoco es el honor. Vosotros lo sabéis a cuántas calumnias no está uno expuesto: quién me alabará, quién dirá de mí toda especie de disparates, como hacían los judíos contra Jesús, que ya decían mal de su persona, ya de sus palabras que decía, ya de sus obras que hacía, hasta que, finalmente, le prendieron, le azotaron y le quitaron la vida en un suplicio el más doloroso y bochornoso. Pero yo os digo, con el apóstol San Pablo, que ninguna de estas cosas temo, ni aprecio más mi vida que mi alma, siempre que de esta suerte concluya felizmente mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido de Dios N. S. para predicar el Santo Evangelio.


202. No, os lo repito. No es ningún fin terreno, es un fin más noble. El fin que me propongo es que Dios sea conocido, amado y servido de todos. ¡Oh quién tuviera todos los corazones de los hombres para amar con todos ellos a Dios! ¡Oh Dios mío! ¡No os conocen las gentes! ¡Oh si os conocieran! Seríais más amado. ¡Oh si conocieran vuestra sabiduría, vuestra omnipotencia, vuestra bondad, vuestra hermosura todos vuestros divinos atributos! Todos serían serafines abrasados en vuestro divino amor. Esto es lo que intento: hacer conocer a Dios para que sea amado y servido de todos.


203. También me propongo el impedir los pecados que se cometen, las ofensas que se hacen a Dios. ¡Ay! Aquel Dios que es amado de los serafines, servido de los ángeles, temido de las potestades y adorado de los principados, pues este Dios es ofendido de un vil gusano de la sierra, de un hombre! ¡Pasmaos, cielos, sobre esto! ¡Ah! Si un noble caballero viera a una dama inocente y virtuosa injuriada y ultrajada, no podría contenerse, tomaría su parte y la defendería. Pues ¿qué no debo hacer yo al ver a Dios ofendido y ultrajado?


204. ¿Si viérais a vuestro padre que le dan de palos y cuchilladas, no correríais a defenderle? ¿Y no sería un crimen el mirar con indiferencía a su padre en tal situación? ¿No sería yo el mayor criminal del mundo si no procurara impedir los ultrajes que hacen los hombres a Dios, que es mi Padre? ¡Ay, Padre mío! Yo os defenderé, aunque me haya de costar la vida. Yo me abrazaré con Vos y diré a los pecadores: Satis est vulnerum, satis est, como decía San Agustín. Alto, pecadores, alto. No azotéis más a mi Padre; bastantes azotes habéis descargado, demasiadas llagas habéis abierto. Si no os queréis detener, azotadme a mí, que bien lo merezco; pero no azotéis ni maltratéis más a mi Dios, a mi Padre, a mi amor. ¡Ay, amor mío! ¡Ay, mi amor!


205. Igualmente me obliga a predicar sin parar el ver la multitud de almas que caen [en] los infiernos, pues que es de fe que todos los que mueren en pecado mortal se condenan. ¡Ay! Cada día se mueren ochenta mil personas (según cálculo aproximado), ¡y cuántas se morirán en pecado y cuántas se condenarán! Pues que talis vita, finis ita. Tal es la muerte según ha sido la vida.


206. Y como veo la manera con que viven las gentes, muchísimas de asiento y habitualmente en pecado mortal, no pasa día que no aumenten el número de sus delitos. Cometen la iniquidad con la facilidad con que beben un vaso de agua, como por juguete y por risa obran la iniquidad. Estos desgraciados, por sus propios pies, marchan a los infiernos como ciegos, según el Profeta Sofonías: Ambulaverunt ut caeci quía Domino peccaverunt.


207. Si vosotros viérais a un ciego que va a caer en un pozo, en un precipicio, ¿no le advertiríais? He aquí lo que yo hago y que en conciencía debo hacer: advertir a los pecadores y hacerles ver el precipicio del infierno a que van a caer. ¡Ay de mí si no lo hiciera, que (me) tendría por reo de su condenación!


208. Quizás me diréis que me insultarán, que los deje, que no me meta con ellos. ¡Ay, no, hermanos míos! No les puedo abandonar; son mis queridos hermanos. Decidme: Si vosotros tuviérais un hermano muy querido enfermo, y que por razón de la enfermedad estuviese en delirio, y en la fuerza de la (fiebre) os insultara, os dijera todas las perrerías del mundo, ¿le abandonaríais? Estoy seguro que no. Por lo mismo, le tendríais más lástima y haríais todo lo posible para su salud. Este es el caso en que me hallo con los pecadores. Los pobrecitos están como delirantes. Por lo mismo, son más dignos de compasión, no los puedo abandonar, sino trabajar por ellos para que se salven y rogar a Dios por ellos, diciendo con Jesucristo: Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen ni lo que dicen.


209. Cuando vosotros veis a un reo que va al suplicio, os da compasión. Si le pudiérais librar, ¡cuánto no haríais! ¡Ay, hermanos míos! Cuando yo veo a uno que está en pecado mortal, veo a uno que cada paso que va dando, al suplicio del infierno se va acercando; y yo que veo al reo en tan infeliz estado, conozco el medio de librarle, que es el que se convierta a Dios, que le pida perdón y que haga una buena confesión. ¡Ay de mí si no lo hiciera!


210. Quizá me diréis que el pecador no piensa en infierno, ni siquiera cree en infiernos. Tanto peor. Y que ¿por ventura pensáis que por esto dejara de condenarse? No por cierto; antes bien es una señal más clara de (su) fatal condenación, como dice el Evangelio: Qui non crediderit, condemnabitur. Y, como dice Bossuet, esta verdad es independiente de su creencia; aunque no crea en el infierno, no dejará por esto de ir, si tiene la desgracía de morir en pecado mortal, aunque no crea ni piense en el infierno.


211. Os digo con franqueza que yo, al ver a los pecadores, no tengo reposo, no puedo aquietarme, no tengo consuelo, mi corazón se me va tras ellos, y para que vosotros entendáis algún tanto lo que me pasa, me valdré de esta semejanza. Si una madre muy tierna y cariñosa viera a un hijo suyo que se cae de una ventana muy alta o se cae en una hoguera, ¿no correría, no gritaría: hijo mío, hijo mío, mira que te caes? ¿No le cogería y le tiraría por detrás si le pudiera alcanzar? ¡Ay, hermanos míos! Debéis saber que más poderosa y valiente es la gracia que la naturaleza. Pues si una madre, por el amor natural que tiene a su hijo, corre, grita, y coge a su hijo y le tira y le aparta del precipicio: he aquí, pues, (lo) que hace en mí la gracia.


212. La caridad me urge, me impele, me hace correr de una población a otra, me obliga a gritar: ¡Hijo mío, pecador, mira que te vas a caer en los infiernos! ¡Alto, no pases más adelante! Ay, cuántas veces pido a Dios lo que pedía Santa Catalina de Sena. Dadme, Señor, el ponerme por puertas del infierno y poder detener a cuantos van a entrar allá y decir a cada uno. ¿Adónde vas, infeliz? Atrás, anda, haz una buena confesión y salva tu alma y no vengas aquí a perderte por toda la eternidad!


213. Otro de los motivos que me impelen en predicar y confesar es el deseo que tengo de hacer felices a mis prójimos. ¡Oh, qué gozo tan grande es el dar salud al enfermo, libertad al preso, consuelo al afligido y hacer feliz al desgraciado! Pues todo esto (y) mucho más se hace con procurar a mis prójimos la gloría del cielo. Es preservarle de todos los males y procurarle y hacer que disfrute de todos los bienes, y por toda la eternidad. Ahora no lo entienden los mortales; pero, cuando estarán en la gloria, entonces conocerán el bien tan grande que se les ha procurado y han felizmente conseguido. Entonces cantarán las eternas misericordias del Señor y las personas misericordiosas serán por ellos bendecidas.




C A P Í T U L O X I I




De los estímulos que me movían a misionar, que fue el ejemplo de los Profetas, de Jesucristo, Apóstoles, Santos Padres y otros Santos




214. Además de este amor que siempre he tenido a los pobrecitos pecadores, me mueve también a trabajar para su salvación el ejemplo de los profetas, de Jesucristo, de los apóstoles, de los santos y santas, cuyas vidas e historias he leído con frecuencia, y los pasajes más interesantes los anotaba para mi utilidad y provecho y para más y más estimularme, y algunos de los fragmentos los referiré aquí.


215. El profeta Isaías, hijo de Amós, de la Real familía de David, profetizaba y predicaba. Su principal objeto era echar en cara a los habitantes de Jerusalén y demás hebreos sus infidelidades, anunciarles el castigo de Dios, que les vendría de los asirios y de los caldeos, como así sucedió. El impío rey Manasés, su cuñado, le quitó la vida haciéndole aserrar por medio del cuerpo.


216. El profeta Jeremías profetizó cuarenta y cinco años. Su principal objeto fue exhortar a su pueblo a la penitencía anunciándole los castigos que le enviaría el Señor. Fue llevado a Egipto, y en Taphnis, ciudad principal, fue muerto, apedreado por los mismos judíos. La principal divisa de este gran Profeta es una tiernísima caridad para con sus prójimos; caridad llena de compasión por sus males, no solamente espirituales, sino también temporales; caridad que no le permitía ningún reposo. Y así es que en medio del tumulto de la guerra, en medio del desconcierto del reino, el cual se iba arruinando, y en el sitio de Jerusalén, durante la misma mortandad del pueblo, trabajó siempre con mucho ardor en la salud de sus conciudadanos, por cuya razón se le dio el hermoso nombre de Amante de sus hermanos y del pueblo de Israel.


217. El Profeta Ezequiel profetizó y predicó veinte años y tuvo la gloría de morir mártir de la justicia. Fue muerto cerca de Babilonia, por el Príncipe de su pueblo, porque le reprendía por causa del culto que tributaba a los ídolos.


218. El Profeta Daniel fue enriquecido con increíbles dones, como uno de los grandes profetas. El no sólo predijo las cosas futuras, como hicieron los demás profetas, sino que además fijó el tiempo [en] que habían de suceder. Por envidía fue echado en el lago de los leones, y Dios le libró.


219. El Profeta Elías fue hombre de fervorosa y eficacísima oración, de grande y extraordinario (celo). Y fue perseguido de muerte, aunque no murió, sino que un carro de fuego se lo llevó.


220. El Eclesiástico, hablando de los doce Profetas que se llaman Menores, no por otra razón sino porque son bresos los escritos que nos dejaron, dice que restauraron a Jacob y se salvaron a sí mismos con la virtud de la fe.


221. Quien más y más me ha movido siempre es el contemplar a Jesucristo cómo va de una población a otra, predicando en todas partes; no sólo en las poblaciones grandes, sino también (en) las aldeas; hasta a una sola mujer, como hizo a la Samaritana, aunque se hallaba cansado del camino, molestado de la sed, en una hora muy intempestiva tanto para él como para la mujer.


222. Desde un principio me encantó el estilo de Jesucristo en su predicación. ¡Qué semejanzas! ¡Qué parábolas! Yo me propuse imitarle con comparaciones, símiles y estilo sencillo. ¡Qué persecuciones!... Fue puesto por signo de contradicción, fue perseguido en su doctrina, en sus obras y en su persona, hasta quitarle la vida a fuerza de denuestos y de tormentos e insultos, sufriendo la más bochornosa y dolorosa (muerte) que puede sufrirse sobre la tierra.


223. También me anima mucho el leer lo que hicieron y sufrieron los Apóstoles. El apóstol San Pedro, en el primer sermón, convirtió a tres mil hombres, y en el segundo cinco mil. ¡Con qué celo y fervor predicaría...! ¿Qué diré de Santiago, de San Juan y de todos los demás? ¡Con qué solicitud! ¡Con qué celo de un reino a otro corrían! ¡Con qué celo predicaban, sin temores ni respetos humanos, considerando que antes se debe obedecer a Dios que a los hombres! Y así lo contestaron a los escribas y fariseos cuando les mandaban que no predicasen más. Si les azotaban, no por esto se amedrentaban y abstenían de predicar; al contrario, se tenían por felices y dichosos al ver que habían podido padecer algo por Jesucristo.


224. Pero quien me entusiasma es el celo del apóstol San Pablo. ¡Cómo corre de una a otra parte, llevando como vaso de elección la doctrina de Jesucristo! Él predica, él escribe, él enseña en las sinagogas, en las cárceles y en todas partes; él trabaja y hace trabajar oportuna e importunamente; él sufre azotes, piedras, persecuciones de toda especie, calumnias las más atroces. Pero él no se espanta; al contrario, se complace en las tribulaciones, y llega a decir que no quiere gloriarse sino en la cruz de Jesucristo.


225. También me anima mucho la lectura de las vidas y de las obras de los Santos Padres: San Ignacio, mártir; San Justino, filósofo mártir; San Ireneo, San Clemente, presbítero de Alejandría; Tertuliano, Orígenes, San Cipriano, mártir; San Eusebio, San Atanasio, San Hilario, San Cirilo, San Efrén, San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio, obispo de Nisa; San Ambrosio, San Epifanio, San Jerónimo, San Paulino, San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Cirilo de Alejandría, San Próspero, Teodoreto, San León el Grande, San Cesáreo, San Gregorio el Grande, San Juan Damasceno, San Anselmo, San Bernardo.


226. Leía con mucha frecuencía las vidas de los Santos que se han distinguido por su celo por la salvacion de las almas, y he experimentado que me produce muy buenos efectos, porque me digo aquellas palabras de San Agustln: Tu non eris sicut isti et istae? ¿Tú no serás, tú no trabajarás para la salvación de las almas como trabajaron éstos y éstas? Las vidas de los San­tos que más me mueven son las siguientes: Santo Domingo. San Francisco de Asís, San Antonio de Padua, San Juan Nepomuceno, San Vicente Ferrer, San Bernardino de Sena, Santo Tomás de Villanueva, San Ignacio de Loyola, San Felipe Neri, San Francisco Javier, San Francisco de Borja, San Camilo de Lelis, San Carlos Borromeo, San Francisco Regis, San Vicente de Paúl, San Francisco de Sales.


227. En las vidas y obras de estos Santos meditaba, y en esta meditación se encendía en mí un fuego tan ardiente, que no me dejaba estar quieto. Tenía que andar y correr de una a otra parte, predicando continuamente. No puedo explicar lo que en mi sentía. No sentía fatiga, ni me arredraban las calumnias más atroces que me levantaban, ni temía las persecuciones más grandes. Todo me era dulce con tal que pudiese ganar almas para Jesucristo, para el cielo, y preservarlas del infierno.


228. Antes de concluir este capítulo quiero referir dos modelos de celo verdaderamente apostólico que me han movido mucho siempre. El uno es del V. P. José Diego de Cádiz y el otro es del V. P. Maestro Avila. Del primero se lee en su Vida: «El Siervo de Dios, movido del celo de ganar almas a Jesucristo, se consagró por todo el tiempo de su vida en el ejercicio del ministerio apostólico, sin jamás descansar. Emprendía continuamente largos y fatigosos viajes, siempre caminando a pie, sin excusar las incomodidades de la estación en los tránsitos de un lugar a otro, todo para anunciar la divina palabra y conseguir el deseado fruto. Se cargaba de cilicios, se disciplinaba dos veces todos los días y observaba un riguroso ayuno. Su reposo por las noches después de las fatigas del día era ponerse a orar delante del Santísimo Sacramento, cuya devoción le era tan agradable, que le consagraba el más tierno y encendido amor.


229. De la vida del V. Avila — Su equipaje consistía en un jumentillo, que a él y a sus compañeros les aliviaba a ratos y conducía los manteos, las alforias con una caja de hostias para celebrar la santa Misa en las ermitas, cilicios, rosarios, medallas, estampas, alambre y tenacillas o alicates para engarzar rosarios que labraba con sus manos. No llevaba cosa de comer, confiado en la divina Providencia. Raro era el día que comiese came; lo más frecuente era pan y fruta.


230. Los sermones que hacía duraban, las más veces, dos horas, y era tanta la afluencía y multitud de especies que se le proponían, que le era muy dificultoso ocupar menos tiempo. Predicaba con tanta claridad, que todos le entendían y nunca se cansaban de oirle... Ni de día ni de noche pensaba en otra cosa más que en extender la mayor gloria de Dios, reformación de costumbres y conversión de los pecadores.


Para componer sus sermones no revolvía muchos libros ni decía muchos conceptos, ni esos que decía los enriquecía mucho de Escritura, ejemplos ni otras galas. Con una razón que decía y un grito que daba, abrasaba los corazones de los oyentes.


231. En tiempo que predicaba en Granada el P. Avila, predicaba También otro predicador, el más famoso de aquel tiempo, y, cuando salian del sermón de éste los oyentes, to­dos se hacían cruces de espantados de tantas y tan lindas co­sas, tan linda y grandemente dichas y tan provechosas; mas, cuando salían de oir al P. Maestro Avila, iban todos con las cabezas bajas, callando, sin decirse una palabra unos a otros, encogidos y compungidos a pura fuerza de la verdad, de la virtud y de la excelencía del predicador.


232. El principal fin a que se dirigía su predicación era sacar las almas del infeliz estado de la culpa, manifestando la fealdad del pecado, la indignación de Dios y el horrendo cas­tigo que tiene preparado contra los pecadores impenitentes y el premio ofrecido a los verdaderamente contritos y arrepen­tidos, concediendo el Señor tanta efi[ca]cia a sus palabras, que dice el V. P. Fr. Luis de Granada: «Un día oíle yo enca­recer en un sermón la maldad de los que, por un deleite bes­tial, no reparan en ofender a Dios Nuestro Señor, alegando para esto aquel lugar de Jeremias: Obstupescite coeli super hoc, y es verdad cierta que lo dijo esto con tan grande espanto y espíritu, que me pareció que [hacía] hasta temblar las paredes de la iglesia».


233. ¡Oh Dios mío y Padre mío!, haced que os conozca y que [os] haga conocer; que os ame y os haga amar; que os sirva y os haga ser[vir]; que os alabe y os haga alabar de todas las criaturas. Dadme, Padre mío, que todos los pecadores se conviertan, que todos los justos perseveren en gracia y todos consigamos la eterna gloria. AménLEER  ...



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